121/2018
Hay larguísimas filas de pies despidiéndose
de las interminables veredas africanas. Casi todos ellos le dejan, cual flor de
última hora, una huella de sangre que la sed de las veredas absorbe con
avaricia, sabiendo que es el precio del adiós eterno.
En Tánger, sentados en la barbacana
lindante con el mar, yo vi cientos de ojos saludando al horizonte prohibido. Cual
anticipados náufragos anónimos, sus miradas navegaban con desespero más allá de
la bruma del Estrecho; lejos, hasta donde el horizonte emerge con una larga
ceja de presagios de montes presentidos. Y los ojos, exacerbados, codiciaban por
su cuenta los distantes perfiles prohibidos con la misma violencia con la que
el potro desea caracolear con su virilidad henchida en el íntimo abrigo del
celo de la yegua trotona.
Ya
de este lado, alguien me contó que las bocas abiertas y desdentadas de cientos
de tumbas casuales se abrían en bostezos de premura, sabiendo que su sustento
navega al amparo de la luna nueva, esa que por nueva no se deja ver para que la
muerte pueda hacer bien su tarea de sombras sin testigos ni consuelo.
Percibo
en todas las emisoras lo que parece ser un cortejo de oraciones sin destinatario,
sin nombres, sin parientes, sin lágrimas, sin oficiantes, sin Dios propio. Un
eco que llega oscuro, con su carga de muerte numeral rotulada sobre el yeso
todavía fresco del último alarife que lleva el recuento de los sueños rotos.
Me pregunto si el espanto de los ojos de
tantos muertos sin nombre, cegados de avideces, de sal y de sargazos, los mismos
ojos que naufragaron en mitad de su alucinación, me pregunto, decía, si esos
ojos cerrados por sus propios sueños, atravesarán cada noche el corto espacio
del Estrecho, desandando el trayecto desde su cementerio de descreída y deseada
tierra de infieles hasta los ásperos rebordes de su África, desde cuyas
orillas, llenos de vida todavía, miraban con codicia la tierra prometida que
ahora los envuelve para siempre.
En “CasaChina”. En un 11 de Noviembre 2018
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