(El laberinto de los días)
Ahora que se dice de volver a los pueblos, resulta que
nosotros, los de entonces, no somos mucho más que forasteros errantes y
melancólicos en busca de patria.
Sin ponerle mucha atención a mis
regomellos, me doy cuenta de que somos los últimos restos que vamos quedando de
la generación de los melancólicos.
Tal como nos agarró la edad,
estábamos condenados de antemano a la melancolía, porque, después de abandonar
nuestros olivares, fuimos tan de ninguna parte que apenas nos quedan los
recuerdos; que nos moriremos trasteando en la memoria de olores tan propios
como la jamila, los alpechines y el gorgoteo la leña todavía verde
espumarajeando en el fogón; o el tufo de las támaras ardiendo en mitad del
tajo, dándole amparo momentáneo a los amagos de sabañones. A veces nos
distraemos de la invocación de nuestra juventud tratando de dispensar ajenos resquemores
con el recurso de mirar de reojo la estampa de los señoritingos de nuestra
generación, para hacerlos responsables de lo nuestro.
Bien pensado, entra dentro de lo sensato
admitir que los señoritingos pudieran pertenecer también de los de las
melancolías, si se tiene en cuenta que, según parece, ellos fueron los más
perjudicados, los que más perdieron, porque tenían más y demás que perder.
Y es que digo yo: ¿cómo podremos nosotros
sanearnos los rencores, y sanarnos de tanto desconsuelo, si no nos consentimos
ni mirar de medio lado a los señoritingos con algo de clemencia, ahora que nos asemejamos
a ellos más que nunca?
Puestos a aparejar borricos, a
alguien habrá que cargarlo con las culpas, como decía el cura; aunque el cura
siempre nos echaba la culpa a nosotros a sostrazo limpio. Sobre todo, cuando en
su almendrera, (la de su propiedad, sin saberse a ciencia cierta la procedencia
del título) se clareaban los bultos ya bien engordados, y a nosotros nos daban
retortijones las tripas de tanto verdín, y nos nacían boqueras, como a los
gorriatos recién salidos del cascarón, a fuerza de rascarnos la pelusa de las
allozas tiernas afanadas en huerto ajeno y tener que digerirlas.
Eso por no mentar los ceberillos
de la rebusca filibustera. Nuestros buenos reales le sacábamos a los de la
cooperativa cuando, algunas noches sin luna, llenábamos de matute nuestras
esportillas en las olivas sacras del presbítero, antes de que los aceituneros
apalabrados para la tarea entraran al tajo, y rindieran cuentas de las arrobas
de aceite que cosecharía la Virgen cada año, tan provechosamente administradas
por el abate. Total, lo afanado por nosotros no daría ni para estrujar una
panilla de aceite, y eso no debía tener mayor pena que la de lo venial.
Lo malo es que siempre había
algún santurrón o alguna beata que nos denunciaba como a una plaga, aunque solo
fuera por congraciarse con el mandadero de Dios.
Algo ayudaría el municipal de por
entonces en la delación −me apunta un añejo olor a pana apelmazada y correaje
recién lustrado con sebo de oveja. Uno de esos olores viejunos de los que
vienen acosándome en estos tiempos de encierro, como azuzándome nariz arriba a regresar
y repantingarme en mitad de las olivas sin rastrear hasta que se termine el
silencio.
Entonces, −cuando lo de las
boqueras, digo, o cuando lo de la rebusca en tajo sagrado sin cosechar, en
noches de luna sombría−, el cura nos llamaba al confesionario. Y, después de
señalarnos el cuadro de las ánimas en cueros, ardiendo en la pared de la
derecha según se entraba a la Iglesia, nos interrogaba sobre nuestras andanzas,
clavando en los nuestros unos ojos más afilados que la espada del arcángel san
Miguel del cuadro de la sacristía. Nosotros acabábamos por confesar nuestra
culpa ratera, más que nada por aquello de blanquearnos la conciencias a medio
hacer y sin percudir todavía con resabios defensores.
Pereciera que fuese el momento
que el cura esperaba con regodeo. Luego de menear la mano diestra en las
tinieblas de su garita de madera, a manera de bendición, por no decir de
entreno para su uso inminente en faena menos santa que la de bendecir, y
agarrársela de seguido con la siniestra como si quisiera postergar algún instinto
sacrílego, nos ordenaba de manera inapelable que lo esperábamos en la lonja el
tiempo justo para darle tiempo a él a que se despojara de los atarres
bendecidos.
Me pongo a pensarlo, y no puedo
decir qué dolía más, si los palmetazos del maestro Montoro encima de los
sabañones de la aceituna o los sostrazos del cura en mitad de los carrillos
cuarteados por las ansias de pan y aceite con azúcar por encima. Pero de los
dos escarmientos aprendimos algo: que todo es transitorio. Hasta el dolor más
terco, de esos que no tienen cuerpo al que agarrarse y se te agarran al alma
como un pecado capital.
Todo es transitorio, sí señor.
Todo, menos los olivos
inmortales, y las ganas de volver entre los olivos, cuando te has ido o te han
llevado sin darte razón.
La verdad sea dicha, y volviendo
a los tiempos de antes del viaje sin retorno: tras recibir los guantazos
repartidos con largueza por aquellas manazas ungidas de perdones con penitencia
previa, nos sentíamos castigados por merecimientos propios, y en condiciones de
acometer nuevas fechorías, sin la carga de las viejas a medio redimir.
El bueno del cura, por decir
algo, atizaba a sus anchas; y nosotros persistíamos, engolosinados con las
allozas o con las aceitunas del cura, redimidas en nuestras caras. Y, si no es
verdad lo que estoy contando, que se lo digan a quien yo me sé, que para
entonces ni siquiera era municipal todavía, sino chiquillo como nosotros. Él
fue de los que luego se quedó donde debía quedarse, y allí sigue, socarrón y
parsimonioso, sin conocer lo que es de verdad la melancolía.
La cosa es que, para cuando
comenzó a picarle a las criaturas metidas en redaños la desazón de la estampida,
un tal Juan Rulfo, del que todavía no se hablaba en las escuelas, ya había
escrito aquello tan asombroso del Pedro Páramo, que tanta fama le dio,
mientras que en los atochares de por allí comenzaba a dejarse caer la plaga de
la deserción:
“De allá
para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros
bebederos”.
Hay que ver. Venía a narrar por
anticipado lo mismico que pasó poco después en los pueblos de los olivares,
como si el escritor que estoy mentando hubiera nacido en mitad de nuestras olivas
en lugar de ser de las Américas, donde a lo más que llegan es a tener campos
enteros de henequenes, formados en hileras, pero sin la disciplina de nuestros
árboles. O tal que si fuera un profeta, y estuviera escribiendo de lo nuestro
antes de que pasara según pasó, como si supiera de antemano que íbamos a ser la
generación de los melancólicos, y quisiera ponerlo por escrito por ver si así
nos daba qué pensar.
No fuimos nosotros, los gurruminos
sin desbravar todavía, quienes decidimos el éxodo. Ellos, los mayores, que eran
los que mandaban en nosotros, nos arrancaron de aquellas péñolas de Sierra
Mágina, ariscas como se conocen pocas; nos desenraizaron de nuestros barrancos engatusados
por la ponzoña enrosada de las adelfas; pero, sobre todo, nos expatriaron de
nuestras interminables hazas, donde los ejércitos del aceite permanecen desde
siempre en perfecta formación, dispuestos al pase de revista más exigente.
Fueron ellos, nuestros padres,
los que, por sacarnos de la peste de la miseria sumisa, nos arrastraron hasta
la peste de los cenagueros en los suburbios de las ciudades, en las que, según engañifaban
los que se fueron primero y volvieron para la romería de la Virgen, no existía ni
la penuria, ni los braseros sin cisco; ni mucho menos los señoritingos de mocasines
lustrados por las mozas al servicio de las grandes mansiones y de los amos de
los zapatos recién lustrados. Allí, donde llegaron los que se fueron de los
pueblos, todos eran tan iguales que hasta se vestían de iguales, con monos de
sarga, empezando por el capataz que, con el paso del tiempo, nos dimos cuenta
de que era tan malafollá como los señoritingos, solo que con maneras más
semejantes a lo arisco de las nuestras.
Y el escritor de las Américas, el
Juan Rulfo ese, contando de lo suyo como si contara de lo nuestro:
Recuerdo
días en que Comala se llenó de “adioses” y hasta nos parecía cosa alegre ir a
despedir a los que se iban. Y es que se iban con intenciones de volver.
El día de nuestros adioses se
había juntado mucha gente en derredor de la camioneta. Habían ido a despedirnos
con ojos de “a-dónde-iréis” y con el alma en vilo, rumiando el mal bocado de echar
ellos también el pie al estribo del coche y olvidarse de los olivos que, a fin
de cuentas, tampoco eran tan suyos.
Ellos, nuestros mayores, los que
nos sacaron de lo que no era nuestro para llevarnos a lo de nadie, de seguro
que se fueron como los de ese pueblo al que le dicen Comala, con intenciones de
volver.
Quedarse, podrían haberse
quedado. Por lo menos tenían un techo propio con corral donde tomar la fresca. Lo
que pasa es que estaban hartos de escuchar lo que ni siquiera se escuchaba por
entonces en los pueblos sin tener que amagar la cabeza, y cambiaron los
silencios racionados a tres duros el jornal por el ronroneo y el sofoque del
coche de línea, que, una vez amontonados en su interior, nos iba repartiendo por
el itinerario como quien reparte sacas de correos: “a estos los dejo en Madrid”;
“a estos me los llevo hasta Azagra, y luego seguimos con los de Cataluña”.
“Mejor que los que tenéis que seguir viaje echéis una cabezada en el coche,
porque no vamos a parar si no es para mear por la mañana”. “Por lo que pone
aquí, en la guía de ruta, parece que algunos quieren seguir viaje hasta la
vendimia de los franceses…”. −Y el chofer de la camioneta, que hacía de chofer,
y de cobrador, y de jefe de expediciones con práctica de acarreo, cual manijero
de rebaños humanos, señalaba un renglón en el papel, semejante a una guía de
ganado, con un dedo desplegado desde el pulpejo de unas manos sin callos,
indicadoras de no haber empuñado una azada desde mucho tiempo atrás−. “¡No te
digo! Si hay algunos tan tarambanas, que están dispuestos a llegar hasta
Alemania”. “¿Y eso queda muy lejos?” −el más chico de entre nosotros era
incapaz de quedarse sin preguntar; lo mismo que hacía en la escuela, hasta que
el maestro Montoro le atizaba en los morros con el cuadradillo−. “Eso queda en
ese país donde se habla con tantas erres que malamente se alcanza a remendar la
garganta después de despellejársela en intentos inútiles por entenderse con los
de la abacería donde se compran las kartoffeln, o con los polizei”.
“¿Qué son las kartoffeln?”.
“Las patatas, nene, las patatas;
ya verás tú lo que es comer patatas y carecer de aceite” −y el chofer se
agarraba el mondongo por encima del cinto, ponía los ojos en blanco, echaba
mano al volante y vociferaba su “vamos-que-nos-vamos” con el que comenzaba cada
periplo como si fuera el intendente de los caballicos de la feria.
¿Qué habrá sido de aquella
camioneta y de su chofer?
Lo que sí hicimos nosotros, los
chavales de entonces, cuando empezamos a ser grandes, y ellos, nuestros padres,
comenzaron a decaer en su esperanza de regreso, y el cuerpo principió a
encartonárseles tanto como a nosotros el nuestro a pedirnos picardías, fue
vender sus casas de los pueblos, que ya solo nos daban a nosotros disgustos y
quebraderos de cabeza. ¡Para qué queríamos unas casas donde todavía se aprovechaba
el corral para los menesteres más perentorios y se guisaba sobre las trébedes, siempre
expuestos a una quebrancía! Total, para dos días al año, tampoco era cosa de
ponerse a adecentarlas haciéndoles un retrete y una cocina de formica con grifo
de agua corriente, como habían hecho los que se quedaron, pudiendo emplear los
dineros en veinte metros de apartamento de playa, donde ponernos a coger la
color de los señoritingos con alberca propia, para darnos luego un garbeo por
el pueblo durante la feria, y restregarle por los morros a los rezongosos de
siempre lo que se habían perdido con lo de hacerse los haraganes en el pueblo en
plan cateto, y no tener agallas para emigrar como nosotros.
¡Lo que habrán podido reírse
ahora!
Pero quién iba a pensar que, con
tantos adelantos como los que hay en las capitales, nos iba a pasar lo de la
epidemia, sin tener donde echar mano de un buen remedio con el que atajarle el
paso al gusarapo invisible, ni un poco de aire que no fuera el de los balcones
de las ocho de la tarde, quien tuviera balcones…
Lo peor ha sido el encierro
forzoso sin corral.
Y los muertos sin responsos.
Y los viejos sin arrimo.
En estos días, no pocos de los
pocos que van quedando han dicho de volver a sus casas del pueblo sin saber que
se las habíamos vendido. ¿De dónde, si no, íbamos a sacar
para mantener el coste de las residencias?
Claro que −cavilábamos en las
peores horas− en cuanto escampe lo de la epidemia, siempre podríamos comprar
alguna de las muchas casas que estaban en venta por cuatro perras el verano
pasado.
Pero ahora todo se sabe; y, según
cuentan, han retirado los carteles del “Se vende”. Ha desaparecido como
desaparecían por entonces las allozas del cura, las aceitunas de la rebusca
antes de tiempo y el aceite en las alcuzas.
Y luego están los resabiados, que
dicen que allí no quieren forasteros. Como queriendo ignorar que somos hijos de
quienes se fueron de allí sin enterarse de que era para siempre.
¡Forasteros!
Nosotros, que les damos la vida
cada verano cuando volvemos luciendo nuestro aprendizaje de capital y
enseñándoles maneras...
Pero no puedo dejar de reconocer
para mis adentros que la idea de volver se nos encona ahora de mala manera y
más que nunca, hasta asemejarse a aquel chiquilleril peregrinaje forzoso al
confesionario del cura, a cuya ventanilla de reparto de furiosas absoluciones
regresábamos cerriles, dispuestos a recibir nuestra ración de sostrazos con tal
de comer allozas tiernas, aunque fueran robadas, o mojar un sopón de pan recién
hecho en la lámpara de San José, con quien la Virgen, por entonces, repartía el
aceite del año junto con el cura.
¡Ah, quién no pudiera dejar estos
balcones con vistas a la calle de los humos silenciados y volver a los olivares
y a las almendreras de Sierra Mágina!
Ellos, los pocos que van quedando
de los que allí nacieron, nos trajeron aquí como a una reata cargada con
mercancía de matute.
Nosotros, los que vendimos sus
casas, porque no habíamos nacido allí, quisiéramos volver porque, como se decía
en Granada, “un pino es un pino, nazca donde nazca”, y llevamos en la sangre el
olor de las pestugas siempre recién chaspadas.
Lo malo es que ni somos de aquí,
ni allí nos quieren, porque dicen que somos extraños emponzoñados de capital.
Ahora que se dice de volver a los pueblos, resulta que
nosotros, los de entonces, no somos mucho más que forasteros errantes y
melancólicos en busca de patria. Una patria de pan y aceite.
En CasaChina. En un
10 de Junio de 2020
MASQUECUENTOS ya ha publicado este relato aquí:
http://www.masquecuentos.es/relatos/030-ahora-que-se-dice-de-volver-el-laberinto-de-los-dias/
Me encanta como escribes y admiro esa capacidad para reunir tantos recuerdos, entiendo perfectamente la melancolía Soco, pero la riqueza cultural que has acumulado fuera de Sierra Mágina no tiene precio, enhorabuena por este relato.
ResponderEliminarNo sé quién eres. Pero, seas quien seas, muchas gracias. Mi abrazo
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