37/2021
(Zurbano, 42)
Unas cosas fueron ciertas. Otras, menos. Pero pudieran
haber sucedido así.
Hoy me he apañado un NoNi nuevo,
de nombre Marc Augé, de profesión
juntasueños ilustrado, autor de uno de mis libros preferidos: <LAS PEQUEÑAS
ALEGRÍAS>, y de edad un poco por encima a la mía, lo que, según mi convicción
de que los hombres de mi edad son demasiado mayores para mí, lo convertiría en algo
pasado de fecha de caducidad si no fuera porque hay personas que, como él,
nunca pierden el encanto.
Lo dicho: al Marc Augé me lo he echado de NoNi.
Hace tiempo, mucho tiempo que
me los inventé. Me refiero a lo de mis NoNis, aquellos novios que, por NO
serlo, NI ellos mismos sabían que lo eran, que lo fueron, y que dejaron
de serlo sin haberlo sido, pero que para mí se convirtieron en los más turbadores
habitantes de mis sueños a lo largo de toda una vida. (De ensueño y, a veces,
de pesadilla).
La cosa
comenzó un sábado, en la noche del 13 al 14 de febrero de 1960, en el
dormitorio del segundo piso del internado de Madrid que me albergó algunos
años. El que ocupaba todo el esquinazo donde se cruza la calle de Zurbano con
el antiguo Paseo de Cisne (ya rebautizada por entonces como calle de Eduardo
Dato, personaje que por su enjundia le alzó el nombre al viejo cisne
principesco, ornato de una hermosísima fuente, plantada en la desembocadura de
la calle con La Castellana, y que, por desbarajustes municipales como pasa
siempre, anduvo de acá para allá por esas calles y plazas de Madrid, como un zanganillo
con chorreras, hasta acabar desmontada y arrumbada en algún almacén corporativo,
mientras que el cisne volaba por su cuenta).
|
Mi primer curso de Zurbano, 42
|
Pero volvamos al colegio.
Aquella noche del 13 de febrero
de 1960, en el recinto de los lavabos contiguos a los dormitorios había un especial
y desconocido revuelo quinceañero. Para entonces ya llevaba yo cinco meses en
el más que liberal e inolvidable colegio de Zurbano 42, tiempo suficiente como
para, entre otras pequeñeces, haber cambiado la referencia a mí misma por un “yo”,
en lugar de aquel “una servidora” del severo colegio de las Carmelitas de Jaén.
Mal que bien, (más bien que mal), me había acostumbrado al ambiente alegre,
inteligente y elegante que la directora, gallega por más señas, doña Celia
Merino, mantenía para las huérfanas de Magisterio que tuvimos la fortuna de
obtener una plaza en tan singular colegio. El bullicio aquella noche amenazaba
con no acabarse. Si, en lugar de estar en Zurbano 42, hubiera estado en las
Carmelitas, −me regocijaba−, al primer revuelo de camisones hubiera aparecido
la monja, la Prefecta, la hermana Maria Luisa, para llenar de índigo con sus
profundas ojeras el pasillo de las camarillas que daban a la calle Arquitecto
Berges, 12 de Jaén justo antes de sacudir con energía la campanilla anunciadora
del apagado la luz. Sin embargo, en el Zurbano 42 de Madrid de aquel 13 de
febrero de 1960 mirábamos de reojo cómo la señorita Justi, encargada del orden
en nuestro piso, le daba suelta a aquel negro pelo suyo, malagueño, y confinado
durante el día en una apretada trenza, que amenazaba con superarle en centímetros
de largura a su dueña, y optaba poco después por meterse en su dormitorio como
si nosotras no existiéramos, aunque dejando la puerta entornada para intervenir
de inmediato en caso de necesidad. Visto ahora desde lejos, seguro que también
ella tenía una foto que besar y un muchacho al que recordar con emoción
veinteañera aquella noche del 13 de febrero, víspera del día de los enamorados de otro
año bisiesto más.
Como he dicho, mis compañeras se
afanaban en una tarea que nunca yo las había visto desempeñar antes: una por
una, iban sacando el cepillo de dientes de su vaso; lo llenaban de agua hasta
el borde y, tras escribir algo en cada uno de los cuatro papelitos que ya
llevaba preparados, los metían dentro del vaso, tras doblarlos en dos.
“Mañana, cuando nos levantemos, alguno
de los papelitos se habrá abierto dejando ver el nombre escrito en él, y podré
saber quién va a ser mi novio” −me reveló festiva Emilia Maicas, una de las más
listas de las escasas colegialas del internado, −creo que estudió medicina además
del obligatorio magisterio− y por la que supe que existía un lugar muy dolorido
llamado El Maestrazgo, y allí un pueblo bastante más pequeño que el mío de
nombre Torremocha.
“¿A quién vas a meter tú,
Pilar?”. −Y Pilar Antiñolo, que aspiraba a casarse nada menos que con Dios como
así hizo según supe, apenas mencionó con su rotundo y gracioso acento malagueño
un solo nombre que comenzaba por J.
“¿Y tú?” −la interpelación de
Mari Carmen Galán, la navarra que, apenas cuatro años más tarde, sería maestra
por uno de los pueblos de la Sierra de Segura, me paralizó.
−¿Yo?
−Sí, tú. ¿No tienes curiosidad
por que San Valentín te revele quién va a ser tu novio?
Curiosidad, lo que se dice
curiosidad, sí que la tenía. Quién no la tendría estando a pocos meses de
cumplir los quince años, y ha comenzado la carrera de Magisterio en uno de los
centros más emblemáticos de España: la Escuela Normal <María Diaz
Jiménez>, la que estaba junto a la vaquería de los hermosos azulejos de
colores, y olía a suelo de tierra regada, a hierba recién cortada y a boñigas
de buen pesebre, como olían por entonces las calles de mi pueblo al atardecer.
Mientras me debatía confusa por
mi carencia de nombres que echar en remojo, vino en mi auxilio el recuerdo de
la cancioncilla de patio de escuela de ocho años de Jódar:
“…quisiera saber quién es mi
novio/ Pepe, Juan, Luis o Antonio”.
−Si, claro que quisiera a
echarlos, pero se me ha olvidado el papel… y no quisiera yo que la señorita
Justi me castigara por bajar a la clase a estas horas −traté de salirme por la
tangente−.
−La señorita Justi no castiga. Ninguna
señorita castiga aquí que no sea doña Celia, la directora, y eso, con reparos. Como todavía eres
nueva, no lo sabes. Y no te preocupes por lo del papel. Ahí tienes algunos que
nos han sobrado.
−Toma. −Era María Jesús Zapico,
la rubia y siempre divertida niña asturiana, la de Cabañaquinta, quien me
alargaba cuatro papelitos y un lápiz de dos colores.
“Pepe”
“Juan”
“Luís”
“Antonio”
A decir
verdad, me tembló un poco la mano cuando escribía el nombre que algunas noches
me cosquilleaba en la memoria desde aquella excursión a Córdoba con los colegios
de las Carmelitas y el de los Maristas. Fue al bajar del autobús delante de la
Mezquita. Él venía en el autobús de los Maristas y, antes de formar las filas
de los niños y de las niñas por separado, aún alcanzó a decirme: “me llamo
Luis. ¿Y tú cómo te llamas?”.
Era de
Sierra Mágina, tenía los ojos como los cogollos de las adelfas y lo volví a ver
tres veces más en mi vida.
Se había
apagado en el suelo la línea de luz del dormitorio de la señorita Justi; desde la calle nos
llegaba de vez en cuando el traqueteo del chuzo del sereno esañándose contra la
acera, y la luz de los faroles de gas, colándose por la estrechez de las múltiples
ventanas ojivales, arrancaba reflejos inquietantes de los vasos mágicos en los
que se maquinaban mensajes con nombre propio en remojo.
El domingo por la mañana comprobé que
el papelito con el nombre de Luis seguía cerrado, hundido en el fondo del vaso en
mi mesilla de noche.
Tampoco
importaba tanto. A lo mejor san Valentín había estado ocupado con otras cosas;
pero yo lo tenía decidido ya desde la excursión a Córdoba, aunque sin acabar de
darle forma a la idea hasta aquella noche anterior al día de los enamorados: Luis,
el chiquillo de los ojos del color de los cogollos de las adelfas, sería mi novio.
Iba a convertirlo en mi novio
para siempre, aunque él no lo supiera nunca.
Aunque, para
no cometer pecado de mentira, −concreté recordando los confesionarios de San
Fermín de los Navarros de al lado de nuestro colegio− sería mi NoNovio.
Mi primer NoNi.
Y, para
comenzar a darle forma a mi brillante idea, −decidí aquel 14 de febrero al
amanecer− aunque el papel siguiera cerrado dentro del vaso sin cepillo de
dientes, yo le escribiría a Luis largas cartas ocultas, que se amontonarían al
fondo de la cajonera de mi pupitre, donde había descubierto que podía guardar sin
miedo mis secretos porque, para mi sorpresa, en aquel colegio no había registros.
No importaba que aún no me supiera el apellido de mi NoNi. No iba a mandar las
cartas a quien ni siquiera sabía que era mi novio. Así no tendría necesidad de gastarme
la corta asignación semanal en sellos de correos, ni habría de buscar la
complicidad de Manolo, el calefactor, siempre tan lleno de hollines como de servicial
ternura hacia las colegialas, para echarlas al buzón.
En CasaChina. En un
20 de Marzo de 2021