164/2021
“Nos,
que somos y valemos tanto como Vos, pero juntos más que Vos, os hacemos
Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros
y libertades; y si no, no”.
Muerto el Hombrecillo de los
Cuervos, salió a la luz lo que tan oculto se había tenido por sus más rendidos adictos:
que el bando por el que se prohibía a la banda el uso desbocado de sus partes
pudendas obedecía a puritita envidia, desazón, y falaz zozobra, visto que el CriaCuervos
era incapaz de izar bandera al sur de su ombligo, lo cual podía convertirse en
afrenta general para quienes, en un lugar de aquella guerra cuyo nombre no
quiero acordarme, farandulearon con lo de enseñarles a las mujeres del entorno
lo que era el uso bochornoso de adminículos uniformados. Cosa que, a más a más,
marcó al Hombrecillo de los Cuervos, y obligó a su Grajilla a guardar un decoro
cardinal que la pobre mía se emborricó en compartir, por las buenas o por las
malas, con todo el gallinero nacional de manguito con gomillas en el extremo
−insinuante hechura para prenda tan alcahueta−, y velo de bolillo, capaz de
propalar en cien metros a la redonda sus miasmas de réquienes de piojo verde y
marchiteces de “venid-y-vamos-todos” sin merendilla.
Por aquellos tiempos, los pruritos
inguinarios ajenos al sacramento se rascaban en donde cada cual podía, con
quien podía y a oscuras, no fuera a ser que alguien sorprendiera el desmán de
adulterio −lo del amancebamiento era cosa de hombres y algo más benigna− en
plena jodienda, y aplicaran al transgresor o consentidor, además del Código
Penal, la “pena de motorista”, que era algo así como recibir en mano, con
entrega puerta a puerta, una carta de despido de la “CamisAzul”, firmada por el
mismísimo Hombrecillo de los Cuervos.
Recuerdo yo malamente haberlo visto
alguna vez, orondito y panzurrón él por encima del pretil de sus desvelos,
antes de que nos llegara la noticia de su muerte, con la que, dejando con el
“eso” al aire el viejo refrán de que “muerto el perro se acabó la rabia”, todos
los supervivientes rabiaron como posesos gloriosos encima de los catres, en una
bacanal, “a carallo campante” que dicen los gallegos, de no mentar.
¡Manda carallo!
Se suponía que con los últimos
kiries del pájaro se acababa el pío-pío de las censuras gonadales, y que las
banderas (inguinales), a media asta durante tan largos años, se podían izar al
viento sin salir pregonados en la “HojaParroquial”.
Pero ¡quiá! Todo era de boquilla.
(Que
se lo pregunten a tantas que yo me sé)
Viene esto a cuento de lo de las
izadas del Rey por aquellos esperanzados y esperanzosos años del siglo pasado.
Porque, vamos a ver: ¿cómo se explica la cosa? En
unos tiempos en los que se suponía que las lindes de la decencia o indecencia
ya no se medían por los confines de las bajuras de bragas y calzoncillos, ni
las tornas de lo decoroso se conducían por las regueras del muslamen, sino que
la cosa estaba en el respeto a las libertades de más arriba… En unos tiempos en
los que, cual marmota anunciadora de la primavera americana, comenzaba el
personal a asomar los bigotes a la boca de la cueva y a rumiar sueltas, tras entorchar
el olor de las sardinas que pudieran resucitar al gato… En unos tiempos en los
que −reconozcámoslo− empezábamos
a ser todos iguales en lo de las querencias de horizontalidades placenteras, y
la mayoría del personal −¡la
mayoría!− tenía que sacudirse a toda prisa las hilachas de las sábanas
de motel de carretera antes de acudir a la montería o a la romería, vestidos de
verde musgo o de marrón-zahones, pero permitiendo sin censura un glorioso
soniquetear de caireles… En
esos tiempos en los que el toque de corneta del “ya-viene-el pájaro”
había dejado de meternos el miedo en el cuerpo, la “ñ” entre dientes y el
carallo en su estuche… EN SEMEJANTES TIEMPOS, ¿a quién “ñ” se le ocurrió que se pagara con
fondos reservados otros “ñ” de uso
más o menos legítimo o prodigioso?
¿Eh? ¿Eh…?
¿A qué plebeyo de salón
se le ocurrió lo de pagar por los servicios prestados a la altura de las monárquicas
ingles?
Porque −digo yo− que los plebeyos
con pedigrí de toda la vida no somos tan cerriles como para volver a las
andadas de la impotente moralina del Hombrecillo de los Cuervos; y que lo que
se le está echando en cara al Hombre Coronado es que sus caralladas se pagaran (y
hablo en tiempo impersonal de manera muy conscientes) se pagaran, digo, a tanto
alzado el alzamiento, y, encima, hacer el pago con nuestros dineros sólo porque
un “alguno” tuviera semejante ocurrencia.
Pero, conociéndolo de cerca, −y permítaseme
la petulancia y el desmedimiento− no creo yo que la ocurrencia del pago saliera
de Él, sino del “alguno” que, a aquellas alturas, todavía estaba tocándose sus
propios “eso” con nuestros “lo otro”.
¿O me equivoco, y lo que se le está
afeando no es lo de los dineros, sino el que, al contrario de su antecesor, se le
alzara más de la cuenta?
Que me perdonen los que saben de
esto; pero si la cosa va como debe ir, por lo de los dineros, y no por algo que
el que más y el que menos… eso…, yo insisto en mi interrogatorio:
¿A quién “Ñ” mayúscula se le
ocurrió lo del pago a granel?
Y, puestos a afinar, afino: ¿Llevaba
comisión en los pagos quien decidió semejante majadería?
Pues, si hay de por medio “comisiones
alzadas”, que le bajen los humos (o lo que sea) al comisionista.
Y al contable.
En CasaChina.
En un 17 de Diciembre de 2021