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miércoles, 22 de diciembre de 2021

LA MISA DEL GALLO

 

(Memoria en sepia de una maestra rural)
169/2021

     Se acercaba la Navidad y Salvacañete estaba sitiado por la nieve. Si quería llegar a casa por Noche Buena tendría que armarme de valor, porque el coche de línea que habría de llevarme hasta Cuenca tenía su parada a la bajada del pueblo, junto al Desmonte, hasta donde arrastrar una maleta era poco menos que una aventura de las Mil y una noches. Suponiendo que se llegase con tiempo de montar en el autobús, lo siguiente que venían era un peliagudo patinaje de neumáticos sobre un piso apelmazado y escurridizo, a lo largo de unos ochenta kilómetros de carretera de doble dirección, adivinada en muchos tramos por los altísimos listones con la que los peones camineros intentaban señalarla. Desde Cuenca a Madrid tampoco era un fácil trayecto, a pesar de que ese sí que estaba asfaltado y flanqueado de pinares en los que, de seguro, había lobos como los de la Caperucita esa. Y de Madrid a Sierra Mágina, cuan Cenicienta sin carroza, aún tendría que tomar dos autobuses más, aunque sin tanta nieve.

    ¿No era para pensárselo? Además, por entonces, tenía todo el tiempo del mundo, y todas las NocheBuenas del mundo por delante.

    Junto a la estufa de mi flamante escuela, no paraba yo de darle vueltas a la cabeza. (Ahora que lo pienso, tendré que dedicarle alguna atención a aquella estufa). ¡Para qué iba a salir de un sitio donde estaba tan a gustico!

        No era fácil salvar la cuesta sin asfaltar, −un kilómetro largo desde el pueblo hasta la casona del Desmonte−, sin resbalarse en las placas más heladas, dar un traspié en algún canto oculto, o tener que pelear con el airecillo cortante y lleno de diminutos cristales de hielo que se descolgaba desde el Picazo hasta el río Cabriel dejando sus señales de escarcha en lo pajizo de los cardos que lograban asomar sus cabezas por encima del manto blando y creciente y en los ojos semientornados de cualquiera que se atreviese con semejante aventura.

    Por otra parte −me reconvenía a mí misma para sacudirme la mala conciencia de dejar a mi madre esperándome− ¿cómo se las arreglarían los chiquillos del pueblo en la Misa del Gallo sin la batuta de quien llevaba tres meses largos enseñándoles villancicos en plan coral?

    ¿Para eso me había empeñado yo tanto?

No sé muy bien cómo fue. Sé que me decidí al fin a pasar aquella Navidad con ellos, en un pueblo llamado Salvacañete, que ocupa un hermoso rincón de mi memoria.

        Claro que ya puesta…

        Mi cabeza no paraba de dar vueltas a la forma en que dar celebridad al coro de los chiquillos, y hacer participar al pueblo entero −500 habitantes contando las aldeas anejas− de todo aquello que habíamos montado en las noches heladas de debajo del Picazo. Y es que lo mío ha sido siempre montar la Marimorena en cuanto suenan las zambombas. O los Campanilleros.

        Podría vestirlos de serranos…

        Y convoqué a las madres: “¿…que si podrían apañarle a los nenes atuendos de serranos”?  

        “Lo que usted necesite, señorita”.

Nunca me negaron nada de lo que les pedí. Y me dieron muchísimo más de lo que a mí se me hubiera ocurrido pedirles.

    ¿Y si en la Iglesia se bajara a los santos de sus hornacinas y subiéramos a los chiquillos vestidos de serranos?

    Hablaría con don Julián, el cura.

    “Que mire a ver qué le parece si bajamos a los santos con todo respeto, y subimos a los nenes a las hornacinas”.

    “¿Tú sabes lo que dices, chiqueta? ¿No has visto la altura que hay para llegar a lo alto? ¿Y si se nos cae alguno?

    Pero al día siguiente ya estaban allí las altísimas escaleras de coger manzanas, dispuestas para el menester. (Eran otros tiempos).

        Que, ya puestos, mire usted si no le parecería mal, don Julián, hacer un repique de campanas algo florido para que acudan todos a escuchar cómo cantan sus nenes”.

        “Yo no estaría tan seguro de que alguno que yo me sé venga, por mucho que campanee la torre o gorjeen los chavales… Pero… Eso sí: vamos a decírselo al cabo de la Guardia Civil, no sea que se piense que nos estamos insurreccionando”.

        “¿Y podremos echar fotos dentro de la Iglesia?”.

        “Por mí, mientras no se nos incomode la autoridad…”.

        Y llegó el día.

        Mal que bien, aquella misa de medianoche se estaba desarrollando sin mayores incidentes cuando doña Tomasa, la dama de pelo blanco y figura diminuta, se puso en pie, y sin que nadie supiera de dónde podía sacar semejante energía, dio la voz de alarma:

    −¡Don Julián: por las benditas almas del Purgatorio, pare usted la misa que todos los santos se están moviendo! Y hasta la Santísima Virgen está de brazos caídos en lugar de tenerlos levantados hacia el cielo como Dios manda.

        Lo que pasó después no lo recuerdo muy bien.

        Los dinteles de las puertas de aquellas casas eran muy bajos.

      Yo tenía apenas veinte años, y muchas ganas de saltar como mis alumnos para no hacerles el feo de dejarlos solos.

        No sé cómo, envestí con la diadema a la viga de un dintel, y me desplomé sobre el hombro de un muchacho que se llamaba Mariano, rubio él, y vecino del Cuartel de la Guardia Civil.

    Recobré el conocimiento en la sala de estar de don Paco, el veterinario de Salvacañete, cuyo hijo, Paquito, algo más joven que yo, cantaba en el coro como los ángeles.

        Al médico, don Casimiro, no le tocaba venir de visita hasta la semana siguiente, así que lo mejor sería reanimarme con un ponchecito caliente. Quizá un resoli.

        La cosa acabó en el bar de Carmen y Bienve, con la estufa encendida, la gente mayor compadreando, los jóvenes en el salón de abajo, sin necesidad de encender estufa en él para animar el baile, y los nenes cantando por su cuenta vestidos de serranos.

 En CasaChina. En un 23 de Diciembre de 2021

SER FELICES NO ES UN MANDAMIENTO DE LA LEY DE DIOS

(Cuento de Navidad)                                                     (Mini300)

 Antes de pronunciar un “Feliz Navidad” obligatorio, siempre miro si el sol se está poniendo.

        Un día −de esto hace ya algunos años− me di permiso para no tener que ser feliz por Navidades. Fue el día en que comprendí que los que se me habían ido primero tampoco eran ya demasiado felices en los últimos tiempos anteriores a emprender el viaje por su cuenta.

       Aquel día de hace ya algunos años, tras concederme licencia para no obligarme a cumplir tan triste requerimiento como el de tener que ser feliz por el simple hecho de estar en Navidad, me puse a llorar un poco, sin darme cuenta de que estaba en plena calle.

    −¿Es que no es usted feliz? −me preguntó a quemarropa un anciano de los que cada mañana se sientan en el Parque a tomar el sol.

       −Pues… Pues mire usted: ¡No! No soy feliz. ¿Qué? ¿Pasa algo?

       −Como pasar, pasar, no pasa nada −dijo, haciendo la vista gorda ante mi descomedimiento e irritación−. Pero −insistió− usted perdone si me pongo cansoso con las preguntas. ¿Acaso es usted desgraciada?

       −¿Desgraciada yo? −acometí, echando mano de aquel aprendizaje de responder una pregunta con otra, en el que me aleccionó con tanta prosopopeya el muy gallego de mi muertecito propio.

        −Pasa que, si llora sin ser desgraciada, y tampoco es feliz a pesar de la que está cayendo, mejor se “asienta” aquí, con nosotros, hasta que pase el mandato tontorrón de estas fechas.

        Allí, sentada en el Parque de hace ya algunos años, entre aquellos cronocolegas, más cercanos ya al otro lado de la vida que a éste, y escuchándolos hablar como si las lucecitas no fueran con ellos, comprendí lo atroz que suena en las entendederas de los mayores eso de ¡Feliz Navidad!

        ¡Feliz puesta de sol! −nos deseamos los unos a los otros cuando el sol comenzó a dar señales de tener sueño.

 En CasaChina. En un 22 de Diciembre de 2021

viernes, 17 de diciembre de 2021

CRÓNICA DE UN REY DESIGUAL (entre iguales)

 

164/2021

 “Nos, que somos y valemos tanto como Vos, pero juntos más que Vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no”.

       Muerto el Hombrecillo de los Cuervos, salió a la luz lo que tan oculto se había tenido por sus más rendidos adictos: que el bando por el que se prohibía a la banda el uso desbocado de sus partes pudendas obedecía a puritita envidia, desazón, y falaz zozobra, visto que el CriaCuervos era incapaz de izar bandera al sur de su ombligo, lo cual podía convertirse en afrenta general para quienes, en un lugar de aquella guerra cuyo nombre no quiero acordarme, farandulearon con lo de enseñarles a las mujeres del entorno lo que era el uso bochornoso de adminículos uniformados. Cosa que, a más a más, marcó al Hombrecillo de los Cuervos, y obligó a su Grajilla a guardar un decoro cardinal que la pobre mía se emborricó en compartir, por las buenas o por las malas, con todo el gallinero nacional de manguito con gomillas en el extremo −insinuante hechura para prenda tan alcahueta−, y velo de bolillo, capaz de propalar en cien metros a la redonda sus miasmas de réquienes de piojo verde y marchiteces de “venid-y-vamos-todos” sin merendilla.

        Por aquellos tiempos, los pruritos inguinarios ajenos al sacramento se rascaban en donde cada cual podía, con quien podía y a oscuras, no fuera a ser que alguien sorprendiera el desmán de adulterio −lo del amancebamiento era cosa de hombres y algo más benigna− en plena jodienda, y aplicaran al transgresor o consentidor, además del Código Penal, la “pena de motorista”, que era algo así como recibir en mano, con entrega puerta a puerta, una carta de despido de la “CamisAzul”, firmada por el mismísimo Hombrecillo de los Cuervos.

        Recuerdo yo malamente haberlo visto alguna vez, orondito y panzurrón él por encima del pretil de sus desvelos, antes de que nos llegara la noticia de su muerte, con la que, dejando con el “eso” al aire el viejo refrán de que “muerto el perro se acabó la rabia”, todos los supervivientes rabiaron como posesos gloriosos encima de los catres, en una bacanal, “a carallo campante” que dicen los gallegos, de no mentar.

        ¡Manda carallo!

        Se suponía que con los últimos kiries del pájaro se acababa el pío-pío de las censuras gonadales, y que las banderas (inguinales), a media asta durante tan largos años, se podían izar al viento sin salir pregonados en la “HojaParroquial”.

        Pero ¡quiá! Todo era de boquilla. 

     (Que se lo pregunten a tantas que yo me sé)

        Viene esto a cuento de lo de las izadas del Rey por aquellos esperanzados y esperanzosos años del siglo pasado.

     Porque, vamos a ver: ¿cómo se explica la cosa? En unos tiempos en los que se suponía que las lindes de la decencia o indecencia ya no se medían por los confines de las bajuras de bragas y calzoncillos, ni las tornas de lo decoroso se conducían por las regueras del muslamen, sino que la cosa estaba en el respeto a las libertades de más arriba… En unos tiempos en los que, cual marmota anunciadora de la primavera americana, comenzaba el personal a asomar los bigotes a la boca de la cueva y a rumiar sueltas, tras entorchar el olor de las sardinas que pudieran resucitar al gato… En unos tiempos en los que −reconozcámoslo− empezábamos a ser todos iguales en lo de las querencias de horizontalidades placenteras, y la mayoría del personal −¡la mayoría!− tenía que sacudirse a toda prisa las hilachas de las sábanas de motel de carretera antes de acudir a la montería o a la romería, vestidos de verde musgo o de marrón-zahones, pero permitiendo sin censura un glorioso soniquetear de caireles… En esos tiempos en los que el toque de corneta del “ya-viene-el pájaro” había dejado de meternos el miedo en el cuerpo, la “ñ” entre dientes y el carallo en su estuche… EN SEMEJANTES TIEMPOS, ¿a quién “ñ” se le ocurrió que se pagara con fondos reservados otros “ñ” de uso más o menos legítimo o prodigioso?

    ¿Eh? ¿Eh…? 

    ¿A qué plebeyo de salón se le ocurrió lo de pagar por los servicios prestados a la altura de las monárquicas ingles?

        Porque −digo yo− que los plebeyos con pedigrí de toda la vida no somos tan cerriles como para volver a las andadas de la impotente moralina del Hombrecillo de los Cuervos; y que lo que se le está echando en cara al Hombre Coronado es que sus caralladas se pagaran (y hablo en tiempo impersonal de manera muy conscientes) se pagaran, digo, a tanto alzado el alzamiento, y, encima, hacer el pago con nuestros dineros sólo porque un “alguno” tuviera semejante ocurrencia.

    Pero, conociéndolo de cerca, −y permítaseme la petulancia y el desmedimiento− no creo yo que la ocurrencia del pago saliera de Él, sino del “alguno” que, a aquellas alturas, todavía estaba tocándose sus propios “eso” con nuestros “lo otro”.

        ¿O me equivoco, y lo que se le está afeando no es lo de los dineros, sino el que, al contrario de su antecesor, se le alzara más de la cuenta?

        Que me perdonen los que saben de esto; pero si la cosa va como debe ir, por lo de los dineros, y no por algo que el que más y el que menos… eso…, yo insisto en mi interrogatorio:

        ¿A quién “Ñ” mayúscula se le ocurrió lo del pago a granel?

        Y, puestos a afinar, afino: ¿Llevaba comisión en los pagos quien decidió semejante majadería?

        Pues, si hay de por medio “comisiones alzadas”, que le bajen los humos (o lo que sea) al comisionista.

        Y al contable.

En CasaChina. En un 17 de Diciembre de 2021

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