Que dentro de un libro su autor haya escrito una dedicatoria con mi nombre me deja en deuda perpetua con él.
A quienes estáis aquí
físicamente, bien venidos.
A quienes estáis aquí
con el corazón, bien recordados sois desde el nuestro.
A quienes quisierais
estar… todo llega.
Como ha llegado FERMÍN
FERNÁNDEZ BELLOSO a esta meta de salida que a fin de cuentas es presentar un
libro. Porque cada libro escrito es un punto y aparte, a partir del cual se
comienza de nuevo.
Esa es la vida del
escritor: un estar siempre comenzando de nuevo, un no acabar de llegar nunca;
un llegar a la palabra FIN, para darse cuenta de que el FIN para el escritor es
como Dios para un ateo: una sospecha de que, a lo mejor, un día, cuando la vida
sea quien escriba su palabra FIN sobre el libro de nuestra existencia, nosotros
seguiremos existiendo porque nos dejamos escritos a nosotros mismos para no acabar
de morirnos nunca del todo.
Proclamada la escritura
de un libro como la fórmula magistral, la pócima mágica de la inmortalidad,
justo es centrarse en el libro de hoy.
Tal parece que presentar
un libro sea un momento que deba aprovecharse para hacer el panegírico de quien
lo escribe, como se hace el panegírico de quien se va a otros lugares de
difícil regreso, o se proyecta lo que, con el inquietante nombre de “homenaje”,
se programa para algún colega renqueante en los círculos tertuliosos, adelantándose a ese momento de …cuyo nombre no quiero acordarme, como dijo aquel a quien todos
recordamos.
Si,
además, el libro es un poemario, es muy difícil sustraerse a la tentación del rotulado
adherido al pensamiento lineal y academicista con el que se etiqueta lo de “género poético”, -como si fuera tan
fácil desmembrar la lírica de la épica o de la dramática-; o lo de la “métrica” ‑como si en poesía fueran más
importantes la cantidad de sílabas usadas, que la cantidad de emociones
trasmitidas.
Déjenme
afirmar que, quienes nos ubicamos y nos movemos dentro de los parámetros del
PENSAMIENTO SISTÉMICO de la Escuela de Palo Alto, y asumimos el concepto
holístico y ecologista de la existencia, sabemos que el todo y las partes, sin
ser una misma cosa, sí que constituyen un conjunto interrelacionado indivisible
en su esencia.
Me explico: un poemario no puede ser solamente la expresión
emocionada de un autor, ni una narración histórica huérfana de emoción, ni una
contienda llevada a los cuadernos lápiz en ristre. Pero sí que ha de contener
la esencia de todo ello; quiero decir que el poeta, para ser un auténtico
poeta, ha de conocer las reglas y el proceso histórico de la poesía, no para
“calzarse” esas reglas como un zapato de talla equivocada, o para encorsetarse y
herrarse en historias tales como El
caballero de la armadura oxidada,
sino para crear las propias reglas y el propio estilo histórico y vital con el
que cubrirse las personalísimas vergüenzas emocionales, sabiendo lo que hay
debajo.
Hay una diferencia
esencial entre transgresión y traspié, y esa diferencia se resume en
el doble concepto conocimiento/ ignorancia.
Quien conoce las reglas
las puede transgredir sin aturdimiento. Quien ignora las reglas, tropieza en la
petulancia y cae en lo irrisorio.
¡Bien! Por fin he
llegado a donde quería llegar: lo que verdaderamente
quería decir es que Fermín, como poeta, es un ilustre transgresor, en el
sentido de que, siendo uno de los conocedores más hábiles de los géneros,
estilos e históricos poéticos, ha conseguido lo que solo los grandes poetas,
los poetas consumados consiguen: transgredir las normas academicistas para
crear un estilo propio.
Conclusión: Fermín Fernández Belloso es un poeta consumado.
Lo demuestra en este
libro que hoy presentamos en el que, siendo como es transgresor frente a los
más añejos estilos poéticos, hay una sola regla que Fermín guarda y mima de
nuevo como una novicia dicen que guarda su virginidad. Me refiero al ritmo. A esa musicalidad que se
consigue siendo erudito en las reglas de acentuación poético/ silábica que
hacen de un poema una especie de melodía bailable sin tropezones.
Ya tenemos el conjunto: profundo conocimiento de la
versificación clásica, búsqueda de un estilo propio y fidelidad
rítmica incondicional en su construcción poética.
Así, Fermín, que maneja
el romance con verdadera maestría, que sabe de décimas o espinelas tanto como
de sonetos alejandrinos, que distingue a la primera un endecasílabo de un
serventesio, ha sabido tomar su camino personalísimo para cimentar su obra
poética con una destreza que solamente los eruditos en los secretos poéticos alcanzan.
Solo que esta vez, y
tras leer y releer con detenimiento LA
PIEL DEL LICÁNTROPO, tengo la impresión de que Fermín ha dado un paso
adelante, y se ha embarcado en un secreto ritual de tránsito, que, como todo
ritual de tránsito, es irreversible. Quiero decir que en este libro se
“adelgazan” y afinan las anteriores “evidencias” a las que Fermín nos tenía
habituados, para adentrarse cauteloso en un mundo iniciático extremadamente
sutil, a donde solamente pueden llegar los elegidos.
También
en este Poemario lo hace. Solo que él
es el eternamente observado; cuando nos habla de su infancia, nos sorprende cuando la sorprende “En una embarcación llena de ausencias”. O aún más turbador por ese “estribo” sin nostalgia evidenciada, salvo
en la sangría de la línea:
Aquella infancia leve, rodeada
de campo,
de perfume de frutas, de
memorias
que llenaban el alba de
inocencia.
Un sol de media tarde
que teñía dorados los cipreses.
Un taladro de luz en las persianas.
Aquella infancia leve
que ahora no recuerdo.
Si hablamos de sus tránsitos, se descubre a sí mismo superviviente, y nos
obliga a adentrarnos en mensajes simbólicos, cuando no paradójicos, donde nada
es lo que parece:
Porque he
sobrevivido
al abril de las
blancas mariposas,
al fuego
granulado
de colores de
argenta.
Para exorcizar sus miedos, o su esperanza, o hablarnos de sus noches, se “emplenilunia” de
oscuridad y se viste con un título, LA
PIEL DEL LICÁNTROPO, que me recuerda un conmovedor cuento de mi infancia -PIEL DE ASNO-
incitándonos a desnudar al verdadero hombre que hay debajo y mostrarle al mundo
su grandeza.
Pero son sus eternas soledades, las que cautivan
al lector.
Y a mí me seducen.
Porque, como todo aquel
que alcanza esa madurez rotunda que es el SER SÍ MISMO, es en ellas, en el
sistema de soledades sin equívocos, en el que la persona acaba por descubrirse y
asentirse como rotundamente sola; esencialmente sola. Y Fermín, desde su poética
de LA PIEL DEL LICÁNTROPO, sabe reconocerse
en su soledad; pactar con su soledad; copular con su eterna soledad hasta
engendrarse a sí mismo como poeta.
Curiosamente, en este
libro encuentra la auténtica, la única salida que tenemos los solitarios: aprender
a estar a solas con nosotros mismos.
Encuentra -digo- su
particular y redentor my self, plasmándolo
en el -¿cómo llamarlo?- pues eso: en su número romano VIII, -curiosamente en el
ocho, el símbolo del infinito-.
¿El símbolo de la
soledad infinita que es el yo-mismo?:
VIII
Hoy vuelvo a ser
yo mismo.
Sin nadie que sospeche mi atadura
al amparo redondo que me llena.
Hasta aquí, mi
divertimento más o menos ortodoxo y formalista sobre este Poemario.
Quería yo, sin embargo,
olvidarme en este mismo instante del poemario, y del homenaje, -del vino
manchego no, que conste-, y de la presentación del libro, para ofrecerte a ti,
Fermín, lo que a veces se nos presenta como un tan fugaz como ilusorio espejismo
de cercanías, capaces de convertir la soledad en uno de esos plenilunios tuyos con
los que iluminas lo oscuro siquiera por un instante.
Lo digo porque de alguna
forma tengo que pagarte el que, en tu dedicatoria, y como único habitante de
una página entera, hayas escrito (para la eterna posteridad) ese: A María Socorro Mármol Brís; a quien tanto
quiero y debo.
Si algo nos debemos entre tú y yo, Fermín, es la lealtad (que
no la trivial fidelidad) a la palabra dada sobre esta permanencia de afectos.
Y, hablando de afectos, el
que verdaderamente permanece incólume es ése que me envuelve en la sensación de
maternidad por vía de fabulosa adopción con que me has distinguido.
Así que, hablemos entre
tú y yo durante unos instantes como si estuviéramos solos delante de una
botella de vino.
Hablemos como una madre
que nunca lo fue y un hijo que siempre quiso serlo.
Te cuento:
Mucho se ha escrito sobre la madre.
Son incontables los poemas dedicados a la
madre.
Toda tu obra poética,
Fermín, que es lo mismo que decir toda tu vida, es un poema épico a la
abstracción lírica de la madre.
Fíjate: incluso, además
de cuentos feroces, se han dedicado versos hermosísimos a la madrastra, como lo
hizo Neruda con aquel poema, LA MAMADRE
que, porque, teniendo el estilo que tienes, bien podrías haberlo escrito tú, no
me resisto a ¿tararear?:
La mamadre viene por ahí,
con zuecos de madera. Anoche
sopló el viento del polo, se rompieron
los tejados, se cayeron
los muros y los puentes,
aulló la noche entera con sus pumas,
y ahora, en la mañana
de sol helado, llega
mi mamadre, doña
Trinidad Marverde,
dulce como la tímida frescura
del sol en las regiones tempestuosas,
lamparita
menuda y apagándose,
encendiéndose
para que todos vean el camino.
Oh dulce mamadre
nunca pude
decir madrastra.
Ahora
mi boca tiembla para definirte,
porque apenas
abrí el entendimiento
vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro,
la santidad más útil:
la del agua y la harina,
y eso fuiste: la vida te hizo pan
y allí te consumimos,
invierno a invierno largo desolado
con las goteras dentro
de la casa
y tu humildad ubicua
desgranando
el áspero
cereal de la pobreza
como si hubieras ido
repartiendo
un río de diamantes.
Ay mamá, ¿cómo pude
vivir sin recordarte
cada minuto mío?
No es posible. Yo llevo
tu Marverde en mi sangre,
el apellido
del pan que se reparte,
de aquellas
dulces manos
que cortaron del saco de la harina
los calzoncillos de mi infancia,
de la que cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la fiebre,
y cuando todo estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros,
se fue, cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por primera vez estuvo ociosa
bajo la dura lluvia de Temuco.
Yo, que casi siempre fui
una especie de “a-mitad-de-camino” en casi todo: esposa de repuesto para un
viudo, madrastra de siete hijos que no parí, viuda que se queda en este mundo sospechando
de una interinidad en la que su hombre causó
baja para irse con la primera; amante,
en fin, del mundo, que es como decir, que nunca fui realmente de nadie,
abro este libro y encuentro una página
entera con una dedicatoria propia que me confiere identidad de pertenencia:
esta vez soy, no ya la madre de repuesto, sino la elegida para dormir
eternamente en tu poemario.
Y por eso, porque por
una vez me has hecho única, Fermín, quiero escribir lo que pocas veces se ha
escrito: un poema para un hijo adulto.
Para ti, a quien creo
haber bien-enseñado a ser mi maestro:
Muchacho:
mi querido muchacho nunca mío,
casi incluso de nadie, y siempre
tuyo,
tan solamente tuyo. Sí, tan solo…
Hoy recuerdo cuando te descuidaba
-lo mío, ya lo sabes, fue el
descuido-
absorta como estaba entre mis horas
contándolas lo mismo que se cuentan
los céntimos escasos de la vida.
Muchacho:
Tú me mentabas madre. Y escribías
hermosísimos versos doloridos
siempre en busca de madre. Siempre en
busca
de tu eterno derecho a no ser grande,
ni tener que esconderte
en la inclemente piel de los
licántropos.
A seguir recibiendo en tus mejillas
esa ración de besos malversados
que casi te negaron mis olvidos.
¡Ay! Te hicimos adulto, sin dejarte
jugar en el recreo de la inocencia,
zambullirte en la nada de una
infancia
siempre traspapelada en los armarios.
Muchacho:
Ya ves, aquí me tienes, casi anciana,
casi-madre, casi enorgullecida
de no haberte parido,
pero ser
una más en la mesa de tus versos.
Casi un último alarde evanescente
en el que te descubro engrandecido.
Madrid. 22 de Mayo de 2018