Hoy la radio habla de “otra operación policial contra la corrupción”, de
nuevos e ilustres detenidos por sesudas e inteligentes rutinas de financiación
ilegal, de ilustrados presuntos corruptos huidos de la Justicia, de sagradas
independencias de poderes que andan pisando callos ajenos a los caminantes de
medio pelo, con sus togados pies llenos de callos impisables, constitucionalmente protegidos frente al populacho, y
de sedicentes purísimos vocingleros que andan en rasgarse unas vestiduras de
prestado dejando al aire algo así como “para que veas lo listísimos que somos
nosotros; no como tú, pringao”.
Entonces voy y recuerdo.
Hablaba ayer con X –llamémosle X-, un amigo de aquellos que desde siempre
estableció fronteras entre rojos y azules, buenos y malos, demócratas y
fascistas, creyentes y ateos, maricones y machos, putas y monjas, sí y no,
blanco y negro.
Sus colores siempre eran puros, (con lo que tengo para mí aún hoy que su
gama cromática se reducía a los tres colores verdaderamente puros que existen:
el rojo, el azul y el amarillo, mientras que lo mío era tan negro como la suma
de todos los colores, tan blanco como la ausencia de color o tan gris como la
superposición de negros y blancos en distintas intensidades).
Para X, todas sus fronteras siempre estaban perfectamente delineadas en su
afilado y feroz lenguaje.
Todas menos su concepto de amistad. “Por un amigo pierdo el…! ¡Ejem!
Hace ya más de cuarenta años –éramos entonces apenas lo que seríamos luego-
cuando X me adoptó como amiga, a pesar de que yo apenas tenía fronteras
definidas, o me acobardaba corriendo sin dirección concreta o agredía y
cañoneaba sin piedad con toda mi artillería de palabras -exquisitas; eso sí,
por no decir relamidas- a quienes se mantenían encastillados en ellas. En las fronteras,
digo, fueran las que fueran.
Es más: teniendo mis orígenes en una tierra de fronteras (entre provincias,
sí; pero, sobre todo, entre sentires y decires), y siendo fronteriza entre casi
todo lo demás, detestaba profundamente las fronteras, y amaba con pasión lo de
cruzarlas, de noche a poder ser, como lo hacía el contrabandista de aquella
inolvidable novela El enamorado de la Osa Mayor, de Sergiusz Piasecki, cargada con
el contrabando de este corazón mío tan dispuesto siempre a transitar la ruta de
la seda con mercancía de contrabando.
De entonces a acá, desde los años en que yo leía esa novela para
identificarme con Fela, y X leía el Manifiesto Comunista mientras preparaba
oposiciones, cada uno de nosotros hemos hecho un largo recorrido; yo dejé de
ser funcionaria del Estado convencida de que no quería vivir con cargo al
erario público, donde tantas fronteras hay que atravesar para no llegar a
ningún sitio que no sea una mediocre paga vitalicia a mitad de camino entre la
pequeña burguesía indemnizada y La envidia igualitaria[1] con la que
algunos intentan “igualar” a los demás por abajo mientras ellos se agarran como
gatos a las murallas de los poderosos para escalar paraísos de castas
denostadas por megáfono de plaza pública y aquelarre de macho cabrío.
X ganó sus oposiciones a funcionario del Estado, y se vio atrapado en la
rueda de lo público, tras las oscuras fronteras de dentelladas entre
licántropos y depredadores de lo ajeno.
Lo
que nunca perdimos uno y otro fue nuestra “tierra de nadie”, esa en la que la
amistad es más poderosa que la desertificación de los arribismos.
X, ayer tarde, con su lengua siempre afilada, aunque con algunas mellas, me
repetía un “si yo te contara”, que siempre acaba contándome, sobre corrupciones
y corruptores (y abusadores de alta graduación, título certificado, cargo
hipotecado y baja cama sobre la que los de abajo pagan hipotecas).
Las
cosas que ayer me contó X me arrancaban un “¡Pero tú…!, ¡¿cómo pudiste no sacar
a la luz todo eso?!”.
Ayer fui consciente de lo viejos que nos hemos hecho X y yo cuando entendí
(y amé) sus últimas palabras:
-Tú eres libre, y hasta puedes permitirte el lujo de
ser pobre sin darte un tiro en el pie. Yo tuve hijos, tengo mujer, una casa más
o menos propia… ¡Qué iba a hacer cuando todos hacían lo mismo! ¿Ser el tonto de
la función?
-Alguna ventaja tenía que tener la soledad -respondí
sin mucho convencimiento.
¡Ah, Fela, Fela! Mi espejo de juventud perdida sin acabar de descarriarse en condiciones: regresemos a las páginas de la novela El enamorado de la Osa Mayor, y allí, bajo las estrellas, que no conocen fronteras ni le temen a los carabineros, bebamos vodka y comamos pepinillos en vinagre.
Aunque
lo de amar sea el pecado más desacreditado, risible e improductivo del mundo.
En CasaChina. En un 24 de Mayo de 2018
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