145/2021
(Diario de una errática varada)
Con los
años, tengo la sensación de haberme convertido en un diccionario de recuerdos
ordenados por orden emocional.
También soy
coleccionista de secantes. Desde hace años busco en ellos la palabra
“tiempo” escrita al revés.
Como si el
tiempo tuviera marcha atrás…
Lo de ser
coleccionista a cierta edad no tiene demasiado mérito. Una, poco a poco, y sin
saber muy bien por qué, va conformándose con clasificar lo que tiene −fuera y
dentro de su cabeza−. Y es que resulta demasiado penoso arramblar con nuevas
piezas; las materiales, porque ¿ya para qué?, y las emocionales por falta de
espacio donde acomodarlas teniendo tantísima conserva.
Aunque lo
de recordar es diferente. Para eso se han ido coleccionando cosas con
las que distraerse, de esas que nos hacen reflexionar en detalles a los que
antes no le echamos cuentas, y sobre las que escribir a la vieja manera de
diario de colegiala alborotada por las primeras hormonas.
A lo mejor, con
el tiempo, hasta me gusta volver la vista atrás sobre estos apuntes más o menos
deslavazados.
13.11.2021. Sábado.
Después de muchos días, hoy me levanto sin ese habitual dolorcillo de
cabeza que suele mantenerme algo confusa y desganada durante todo el día. Me
regocijo en discurrir sobre la causa de mi bienestar, siempre esperado y deseado
con la paciencia propia de quien ya sabe que todo pasa, hasta los encanallados dolorcillos
de cabeza de siempre, tan propios del hecho de gozar del privilegio de seguir
viva. Cuando me despierto así, sé que, cuando comience el ritual previo a los
quehaceres del día a día, quedarán abundantes restos de sangre en el pañuelo,
que mis ojos no me lagrimearán como si estuviera haciendo la travesía del
desierto, y que mis pulmones se solazarán sintiendo cómo llega a ellos un rítmico
fuellear de aire fresco y reconfortante, sin tener la necesidad de lidiar contra
los habituales obstáculos. “Tendré que aprovechar el día” −me digo, pensando
que bien puedo empezar por leer−. Y, entre todos los libros que tengo al
retortero en la mesilla de noche, entresaco uno al azar. Se trata de una viejísima
edición escolar del Quijote, maltratada por el tiempo y por el descuido de
distintas manos educandas −que no educadas al trato con los libros−, entre
cuyas páginas encuentro siempre algo que me da que pensar. Algún día tendré que
hablar con mayor holgura de este ejemplar del Quijote, y del rastro que en él
dejaron sus distintos lectores, con huellas más o menos personales, que van
desde un sello de “Propaganda Misional” con la imagen de una SantaTeresita
pegado en la contracubierta, pasando por la firma de mi padre, en la siguiente
página, que traza a plumilla un “Ángel Mármol Torrente” revelador de una letra
a medio hacer de adolescente engreído, pero ya estudiada y personal, la cual contrasta con una insegura
e inexperta leyenda escrita a lápiz con el nombre de una desconocida “Luisa”, cuya
ele mayúscula es irregular e historiada, al que sigue otra leyenda tan
inexperta y caótica que revela su definitiva procedencia infantil: “PARA Uso DE
Alfonso MÁRMOL”. Todo ello pone de manifiesto la diferencia de edad que hubo
entre mi padre y su hermano.
Antes de
comenzar a leer cualquier capítulo me aseguro de que todo sigue como debe
seguir.
Ahí sigue.
Me refiero a
esa hoja arrancada del taco del inevitable ALMANAQUE DEL PERPETUO SOCORRO,
datada en un 21 de junio de 1950, en cuyo anverso se informa de que ese día era
miércoles, de que habían transcurrido ya 172 de aquel año, y restaban 193 para
que el año expirase, y se reseña el santoral, entre cuyos santos resalta uno
cuyo nombre nunca he conocido en humano alguno: san Urcisceno.
No me digan
que no sería una canallada traer un hijo al mundo, ponerle de nombre Urcisceno
y, puestos a escasear, llamarlo con su ajustado diminutivo: ¡Urciscenito!
El reverso de
la hojilla de almanaque tiene su aquel. Incluye una breve receta de tarta de
manzana, para cuya elaboración se requieren productos tales como azúcar en
polvo, jalea de manzana, nuez moscada y canela, pitanzas que a mí se me antojan más
bien imposibles de conseguir en aquellos tiempos de hambrunas, estraperlo,
cartilla de racionamiento y Fiscalía de Tasas. La hojilla en
cuestión se remata con un cuarteto anónimo, del que nunca alcanzo a dirimir que
sea puro ripio, ingenioso y lumínico humor de una época demasiado oscura, o
consigna de “Los que se echaron al monte”.
Juzguen ustedes:
Son tus
ojos dos luceros
que me sirven
de faroles
cuando voy
por la montaña
en busca de
caracoles.
Me pregunto cuánto tiempo más permanecerá esa
hoja de almanaque dentro de un Quijote tan manoseado y tan sin gracia frente a
ediciones tan lujosas como las que hay por esos mundos, cuando yo, por no
tener, no tenga ya ni dolores de cabeza mañaneros de los que todavía me recuerdan
que sigo viva…
Tras estos merodeos por mi colección de
pensamientos, me decido a la lectura de un capítulo elegido al azar: el XLIX,
cuyo título reza: “DE LO QUE LE SUCEDIÓ A SANCHO PANZA RONDANDO SU ÍNSULA”.
Si el lenguaje del Quijote me subyuga, ¡qué decir de los decires! En este
capítulo llevan a presencia de Sancho, −gobernador de la Barataria en esos
momentos− a un detenido con el que entabla un diálogo que no tiene desperdicio,
para saber por qué ha huido del corchete que lo persiguió: “¿Por
qué huías, hombre?, preguntó Sancho. A lo que el mozo respondió: Señor, por
excusar responder a las muchas preguntas que las Justicias hacen”.
Ahí me quedo. Ya tengo lo preciso para pensar
durante el día. ¿Será verdad que las justicias hacen demasiadas preguntas para
tan parcas respuestas como las que dan? Mejor me voy a caminar.
Hoy, 13 de noviembre de 2021, hay ahí
afuera un sol demasiado hermoso como para desaprovecharlo mientras me dure este
NO_DOLOR de cabeza que me regala el despertar.
En CasaChina.
En un 13 de Noviembre de 2021