VA DE...Batiburrillo literario

sábado, 27 de noviembre de 2021

LA "COSA"

 (Pan-demia)

No.

No nos empeñemos.

No hay evasión posible.

La Cosa

ha tomado al espacio por rehén

y ya no queda franja sin flagelo.

Esta Cosa nos tiene rodeados,

nos asedia, nos cerca, nos mantiene

alertas, trabados en el pánico.

Nos pisa los zancajos si corremos,

nos desalienta el aire,

nos muerde la estampida a dentelladas.

Por momentos

pareciera que arría los avisos,

que silencia

el gemebundo toque de campanas,

de lúgubre badajo.

Apenas por segundos

pareciera que afloja los amarres,

simula que nos deja rebullirnos,

que tolera

respirar de seguido varias veces.

¡Alertas! ¡Todo es falso!

Ved cómo de improviso

vuelve a engarfiar con saña convulsiva

su invisibilidad emponzoñada

y ataca sin piedad y por la espalda

lo mismo que un rufián patibulario.

La Cosa sigue ahí

con su guadaña.

Y nosotros… estamos cansados.

Muy cansados.

 

En CasaChina. En un 27 de Noviembre de 2021

 

jueves, 25 de noviembre de 2021

¿POR QUÉ NO SIN SU PADRE?

(Carta a un padre muy amado)

        Querido, queridísimo padre:

        No sé si debiera confesarme por pensar lo que pienso. Pero te aseguro que, según están las cosas, mejor sería que te fueras. Aunque fuera para siempre.

        Si supieras cómo me duele tener que escribir esto… Si supieras tú lo muchísimo que te amo, y la pena que me entra por el cuerpo cuando te veo ponerte como te pones, como si te poseyera la semilla del diablo cuando menos nos lo esperamos…

        ¿De verdad te piensas que madre se merece eso?

        ¿Y nosotras?

        ¿Qué te hemos hecho nosotras que no sea amarte con locura y admirarte como a nuestro particular dios a domicilio?

        Qué deprisa pasan las cosas cuando te entra el nervio.

        Ayer, cuando te vi agarrar el último melón que quedaba en la casa con esa rabia que se te apodera como un torbellino, y luego lanzarlo por los aires hacia la esquina donde madre tiene su sillón de dolerse en silencio, y cuando en mitad del pánico lo vi estrellarse contra la pared, justamente por encima de la cabeza de madre, te aseguro que, en medio del pavor que siempre me acomete cuando te pones así, me alegré de tu falta de tino para acertar en el blanco.

        Nuca atinas, padre, nunca atinas. Ni en la ventolera de tus iras ni en el lanzamiento de improperios de esos que jamás se te oyen por fuera de las paredes de la casa, ni en el voleo de melones contra esas paredes.

        Creo que, por muchos años que pasen, no voy a olvidarme de la estampa de ayer: el melón, reventado contra el muro, llorando cuesta abajo pepitas empapadas en pringues amarilla con una lentitud desesperante, dejando en la cal, a las espaldas de madre, una pulpa dulzona e inocente; y madre, como siempre que estamos nosotras delante, reprimiendo sus propias lágrimas blancas, perdida en vete a saber qué de su particular falta de tino al elegir destino, y distrayéndose de sus sueños rotos con el pensamiento puesto en “majaderías” −como tú lo llamas−, perdida en dolerse de que, por no tener, nosotras ya no tendríamos ni el alivio de nuestra tajada de melón cuando llegara la hora de los postres.

        Yo estoy segura de que ella, padre, no te hubiera incomodado pidiéndote dineros para hacer la compra si tuviera sus propios dineros. Pero la vida es así, y ella se quedó en lo que se quedó porque era el sino de los tiempos para las hembras.

        Claro que, a lo mejor, no es cosa de dineros, sino de tinos. (Para los machos; que de machos sin desbravar parece que va la cosa).

        Y tú, con esos arranques que te dan cuando menos se espera, que me asustan en la misma medida que la del amor loco que te tengo, y que me tienen con el estómago encogido como si fuera un gurruño.

        Ya sé que a ti no te enseñaron otra cosa, padre; pero, aunque sea por desahogarme, y reponerme del sofocón, se me apetece a mí decirte que me estás echando abajo los andamios de mi propia vida como ni tú mismo te imaginas, con tanto que dices que soy tu princesa.

        ¿Y luego me preguntas a escondidas que con quién quiero vivir si madre y tú tiráis cada uno por vuestro camino? Ya me contarás qué quieres que te responda. Yo no nací valiente, padre. Pero, aunque hubiera nacido valiente, nadie iba a quitarme el miedo a los melones por una palabra mejor o peor dicha.

        Aunque, bien pensado, algo sí que me estás enseñando con tus ventoleras y con tus desafueros, y eso te lo voy a agradecer siempre: te aseguro, padre, que, aunque me deje los ojos, y las manos y las rodillas y las uñas y los dientes en lo de prepararme para la vida, yo voy a tener siempre mi propios dineros para hacer la compra sin necesidad de esperar que mi hombre me quiera dar lo que me quiera dar. Así sabré siempre por qué me quedo al lado de mi hombre.

        Y si mi hombre se pone como te pones tú, padre, podré irme por mi cuenta, sin miedo a tener que elegir entre que me lastime mi hombre a melonazo limpio o verme tirada en mitad de la calle a disposición de todos los hombres que quieran lastimarme.

 En CasaChina. En un 25 de Noviembre de 2021

martes, 23 de noviembre de 2021

EL CORRAL DE ISABELITA


146/2021

 (Méndez Núñez, 7)

    Hoy me he despertado con una interrogante colgada del último sueño que apenas logré atrapar antes de que se me disolviera con la luz del día: ¿Dónde diablos estará la diferencia entre un patio y un corral?

        Ya sé, ya sé… Pero no es eso. Hasta donde a mí se me alcanza, y según mis viejos recuerdos de infancia, no me atrevería yo a afirmar que la diferencia esté en la presencia o ausencia de animales según veréis.

        Recuerdo perfectamente que, en mi casa de Jódar, en la calle de Méndez Núñez, 7, había un patio. En la casa de enfrente, la de mi amiga Isabelita, que estaba en el 4 de la calle de Méndez Núñez, pegada a la imponente fachada sin huecos de luces de la señorial casa de la esquina, había un corral.

        Así, como lo cuento: la casa de Isabelita tenía un corral y la mía un patio, y nadie se molestó por entonces en aclararnos la diferencia, ni a nosotras nos inquietaba saber más de lo que pasaba.

        Veamos:

        En ninguna de las dos casas se criaban animales que no fueran las rústicas lagartijas sin amo, las hormigas, que entraron en la cajeta de cartón donde los guardaba y exterminaron mis gusanos de seda en una sola noche, las avispas, las moscas y algún ratón poco dado a dejarse ver durante el día para tranquilidad del personal; así que los “animales-de-corral” no eran precisamente los elementos que pudieran aclarar nada sobre la diferencia entre un patio y un corral.

        ¿Me he explicado?

        Pero sigamos en busca de semejanzas y disparidades.

        En el patio de mi casa, en arriates bien delimitados y estercolados, se criaban claveles, geranios −de pensamiento y de los otros−, margaritas, dompedros, pinicos de temporada, un evónimo y un rosal de pitiminí en el rincón del fondo que tiene su propia historia; en el corral de la casa de Isabelita brotaban cada año, sin orden ni concierto y a su aire, las caléndulas y las campanillas silvestres de enredadera. A fin de cuentas, en su corral y en mi patio había flores más o menos de jardín, aunque justo es decir que el único “jardín” que en Jódar reconocíamos como tal era el Jardín de Francisco, ese que todavía se desmorona por falta de descendientes a la orilla del camino del Cementerio, ya sin Francisco, aunque aún con restos de crisantemos salvajes y de viejos secretos bien guardados.

        Recuerdo que una noche cayó un aguacero de esos que le lavan la cara al amanecer y embarran por igual corrales y patios. Por la tarde, escarbando como gallinas en la tierra engredada del corral de Isabelita, encontramos algo maravilloso, nunca visto, y que todavía desconocíamos de que se trataba hasta que nos lo dijeron: ¡era la concha espinada de una cañaílla!

           La concha estaba vacía; pero a mí ya me habían dado la merendilla en la cocina de mi casa, Isabelita roía un currusco de pan de algarroba y ninguna de las dos sentíamos hambre que no fuera la de seguir jugando a buscadoras de tesoros.

        Aunque, por el lugar en que había aparecido, aquella presea pertenecía a Isabelita, no tuvo ella reparo en prestármela para que mi padre, maestro como era, y tan sabio como decían que era, pudiera aclararnos de qué se trataba, cosa que hizo él con gran profusión de datos: aquello era ni más ni menos que la concha de una caracola.

        No quería yo hacerle el feo de poner en duda lo que me decía sobre nuestro hallazgo, pero su información no encajaba con mi gran experiencia de ocho años metida en los nueve. Bien sabía yo a aquellas alturas de mi vida que, además de los caracoles chicos, redondetes ellos, que vivían pegados a manojos en los tallos de los cardos y los hinojos de la carretera, y además de los caracoles gordos a los que les dicen gitanos o cabrillas por aquellas tierras, había visto yo por lo menos dos clases de caracolas de las alargadas: las minúsculas y renegridas de los abrevaderos del Pradillo, en la carretera de Larva, semejantes a una pastilla Juanola, y las ruminas, entre marroncillas y blancosucias, algo más grandes, de las que abundan en ribera del río Cuadros.

        Como a mi padre no se le escapaba nada, algo debió notar él en mi gesto cuando añadió:

        −No son caracolas corrientes. Son caracolas de mar.

        −Pero el mar está muy lejos −opuse yo, que solo conocía la inmensidad del mar por un dibujo de colores que salía en mi libro de “Hemos visto al Señor”.

        −Ahora sí está lejos, claro. Pero hubo un tiempo en el que todo esto que vemos estaba debajo del mar. Y así estuvo hasta que poco a poco se fue retirando a donde está ahora.

        De inmediato, mi imaginación de apenas ocho años comenzó a imaginar aquellos secarrales cubiertos por el mar inmenso, habitado por caracolas como la que habíamos encontrado en el corral de Isabelita, y me acometió la esperanza de que la caracola de Isabelita no fuera la única abandonada en la huida del agua.

        −¿Nuestra casa también estaba debajo del mar?

        −El mar cubría todo lo que puedas ver a tu alrededor hasta que se fue; nuestra casa se construyó mucho después de que el mar se retirara.

        −¿Cuánto después?

        −Muchos siglos después.

        Aquella tarde le devolví a Isabelita su concha de caracola, con la esperanza puesta en poder encontrar mi propia caracola. No sé cuántos días dediqué a escarbar en el patio de mi casa en busca de mi ansiado trofeo; y no lo sé porque, con la edad que entonces tenía, los tiempos son demasiado cambiantes como para echarles cuentas al tiempo perdido.

        Lo que si recuerdo es que nunca encontré la caracola. Lo único de cierto valor que apareció fue una palometa de porcelana desportillada, un aislante con unos restos de cable retorcido todavía enredados, del que mi padre me contó que eran desperdicios de la antigua fábrica de la luz que montó la bisabuela, quien había utilizado aquella casona de Méndez Núñez, 7 como almacén de material eléctrico para su industria.

        Esa noche soñé con la luz de la bisabuela…

        Tuvo que pasar mucho tiempo antes de entender la verdadera diferencia entre un patio y un corral.

        Durante toda mi infancia, y aún traspasada la infancia, pensé que la diferencia estaba en que en los corrales hay conchas de caracolas llenas de aguijones por fuera y vacías por dentro, y en los patios lo que hay son restos abandonados por una bisabuela invisible con la que, aunque nadie me crea, aún sigo manteniendo conversaciones nocturnas solo con sacudir el roñoso cable de la palometa y frotar la porcelana con un pañuelo que igual vale para fantasear que para enjugar alguna lágrima.

 En CasaChina. En un 23 de Noviembre de 2021

lunes, 22 de noviembre de 2021

AMANECER DE OTOÑO QUE AGONIZA

 

(Mi jardinillo)

Con la lluvia de la madrugada, en lugar de oler a parada de autobús, la calle, al otro lado de la cerca del jardinillo, olía a sementera.

 

Sube desde la tierra el hálito del agua

que empapa algún recuerdo extraviado.

 

Ha debido llover toda la noche.

 

Apenas amanece con un gris testarudo

 y llueve todavía.

 

Somnolienta,

sin haber recobrado por entero la tarea de los ojos,

traspapelada aún en falsos laberintos

 a mitad de camino

entre el sueño profundo y un despertar liviano,

a modo de estupor entre tinieblas

avanzo −ciega-zombi− por el pasillo mínimo.

(Mi casa es diminuta).

 

Trastabillo…

El dedo más pequeño de mi pie,

desnudo, indefenso e indigente,

se duele tras chocar contra una silla

que dio un paso adelante, inopinada.

 

Tanteo de memoria…

Me agarro a un picaporte como una pobre náufraga.

Forcejeo

con los restos de algún aturdimiento testarudo.

Un esfuerzo final,

un leve giro,

una enésima brega inaugural

en las titiritosas puertas del balcón,

y salgo al Jardinillo.

 

Levanto la cabeza hacia la lluvia

desnuda todavía

y venteo.

 

Hoy

a Madrid se le han bajado los humos

y se le están subiendo los olores

a tierra labrantía.

 

En CasaChina. En un 22 de Noviembre de 2021

 

sábado, 13 de noviembre de 2021

COLECCIONISTA DE AÑOS

145/2021

(Diario de una errática varada)

 Con los años, tengo la sensación de haberme convertido en un diccionario de recuerdos ordenados por orden emocional.

También soy coleccionista de secantes. Desde hace años busco en ellos la palabra “tiempo” escrita al revés.

Como si el tiempo tuviera marcha atrás…

Lo de ser coleccionista a cierta edad no tiene demasiado mérito. Una, poco a poco, y sin saber muy bien por qué, va conformándose con clasificar lo que tiene −fuera y dentro de su cabeza−. Y es que resulta demasiado penoso arramblar con nuevas piezas; las materiales, porque ¿ya para qué?, y las emocionales por falta de espacio donde acomodarlas teniendo tantísima conserva.

Aunque lo de recordar es diferente. Para eso se han ido coleccionando cosas con las que distraerse, de esas que nos hacen reflexionar en detalles a los que antes no le echamos cuentas, y sobre las que escribir a la vieja manera de diario de colegiala alborotada por las primeras hormonas.

A lo mejor, con el tiempo, hasta me gusta volver la vista atrás sobre estos apuntes más o menos deslavazados.

 13.11.2021. Sábado. Después de muchos días, hoy me levanto sin ese habitual dolorcillo de cabeza que suele mantenerme algo confusa y desganada durante todo el día. Me regocijo en discurrir sobre la causa de mi bienestar, siempre esperado y deseado con la paciencia propia de quien ya sabe que todo pasa, hasta los encanallados dolorcillos de cabeza de siempre, tan propios del hecho de gozar del privilegio de seguir viva. Cuando me despierto así, sé que, cuando comience el ritual previo a los quehaceres del día a día, quedarán abundantes restos de sangre en el pañuelo, que mis ojos no me lagrimearán como si estuviera haciendo la travesía del desierto, y que mis pulmones se solazarán sintiendo cómo llega a ellos un rítmico fuellear de aire fresco y reconfortante, sin tener la necesidad de lidiar contra los habituales obstáculos. “Tendré que aprovechar el día” −me digo, pensando que bien puedo empezar por leer−. Y, entre todos los libros que tengo al retortero en la mesilla de noche, entresaco uno al azar. Se trata de una viejísima edición escolar del Quijote, maltratada por el tiempo y por el descuido de distintas manos educandas −que no educadas al trato con los libros−, entre cuyas páginas encuentro siempre algo que me da que pensar. Algún día tendré que hablar con mayor holgura de este ejemplar del Quijote, y del rastro que en él dejaron sus distintos lectores, con huellas más o menos personales, que van desde un sello de “Propaganda Misional” con la imagen de una SantaTeresita pegado en la contracubierta, pasando por la firma de mi padre, en la siguiente página, que traza a plumilla un “Ángel Mármol Torrente” revelador de una letra a medio hacer de adolescente engreído, pero ya estudiada y  personal, la cual contrasta con una insegura e inexperta leyenda escrita a lápiz con el nombre de una desconocida “Luisa”, cuya ele mayúscula es irregular e historiada, al que sigue otra leyenda tan inexperta y caótica que revela su definitiva procedencia infantil: “PARA Uso DE Alfonso MÁRMOL”. Todo ello pone de manifiesto la diferencia de edad que hubo entre mi padre y su hermano.

Antes de comenzar a leer cualquier capítulo me aseguro de que todo sigue como debe seguir.

Ahí sigue.

Me refiero a esa hoja arrancada del taco del inevitable ALMANAQUE DEL PERPETUO SOCORRO, datada en un 21 de junio de 1950, en cuyo anverso se informa de que ese día era miércoles, de que habían transcurrido ya 172 de aquel año, y restaban 193 para que el año expirase, y se reseña el santoral, entre cuyos santos resalta uno cuyo nombre nunca he conocido en humano alguno: san Urcisceno.

No me digan que no sería una canallada traer un hijo al mundo, ponerle de nombre Urcisceno y, puestos a escasear, llamarlo con su ajustado diminutivo: ¡Urciscenito!

El reverso de la hojilla de almanaque tiene su aquel. Incluye una breve receta de tarta de manzana, para cuya elaboración se requieren productos tales como azúcar en polvo, jalea de manzana, nuez moscada y canela, pitanzas que a mí se me antojan más bien imposibles de conseguir en aquellos tiempos de hambrunas, estraperlo, cartilla de racionamiento y Fiscalía de Tasas. La hojilla en cuestión se remata con un cuarteto anónimo, del que nunca alcanzo a dirimir que sea puro ripio, ingenioso y lumínico humor de una época demasiado oscura, o consigna de “Los que se echaron al monte[1]”. Juzguen ustedes:

Son tus ojos dos luceros

que me sirven de faroles

cuando voy por la montaña

en busca de caracoles.

Me pregunto cuánto tiempo más permanecerá esa hoja de almanaque dentro de un Quijote tan manoseado y tan sin gracia frente a ediciones tan lujosas como las que hay por esos mundos, cuando yo, por no tener, no tenga ya ni dolores de cabeza mañaneros de los que todavía me recuerdan que sigo viva…

        Tras estos merodeos por mi colección de pensamientos, me decido a la lectura de un capítulo elegido al azar: el XLIX, cuyo título reza: “DE LO QUE LE SUCEDIÓ A SANCHO PANZA RONDANDO SU ÍNSULA”. Si el lenguaje del Quijote me subyuga, ¡qué decir de los decires! En este capítulo llevan a presencia de Sancho, −gobernador de la Barataria en esos momentos− a un detenido con el que entabla un diálogo que no tiene desperdicio, para saber por qué ha huido del corchete que lo persiguió: “¿Por qué huías, hombre?, preguntó Sancho. A lo que el mozo respondió: Señor, por excusar responder a las muchas preguntas que las Justicias hacen”.

        Ahí me quedo. Ya tengo lo preciso para pensar durante el día. ¿Será verdad que las justicias hacen demasiadas preguntas para tan parcas respuestas como las que dan? Mejor me voy a caminar.

        Hoy, 13 de noviembre de 2021, hay ahí afuera un sol demasiado hermoso como para desaprovecharlo mientras me dure este NO_DOLOR de cabeza que me regala el despertar.

 En CasaChina. En un 13 de Noviembre de 2021

 

TU DERECHO A DECIRLO

  (Periodiqueando)   ¿Tolerante yo? ¡Vamos, anda! A ver: ¿quién de nosotros nos atreveríamos a sostener que "toleramos" a quiene...