El vendedor de piñas callejero |
“Yo a éste no le doy limosna, porque luego se lo gasta en vino” –le escuché decir a doña Edu, en la lonja de la Iglesia de arriba, a la salida de misa mayor de las de después de la Guerra.
El vino debía ser algo muy malo. Por eso no entendía cómo, cada
domingo, en casa de la amiga de mi abuela, doña Edu, (¿sería Edu—arda o Edu—vigis?
¿Quizá Edu—rne?) obsequiaban con aquel vino pecador y siniestro a los mayores,
más o menos de la edad del Juanelo, el mendigo de la puerta de la Parroquia en
la misa mayor de los domingos, aunque mejor vestidos y sin aquel pestazo a vino
peleón que Juanelo despedía, mientras que a nosotros, “angélicos de Dios” –decía
doña Edu-, nos contentaban con gaseosa de bola y paloduz recién cortado en la
carretera de la Moraleda.
Callejeando por Bedmar |
Ayer, —¡Dios mío,
cuántos años han pasado! — el vendedor callejero voceaba piñas con olor a
paloduz, y empujaba jadeante un carrillo colmado de carnosas frutas de las que
el sol de media tarde arrancaba efluvios de bárbaro verano agostado y en sazón.
“A euro, a euro, a euro…” –jadeaba; y una no sabía si era a euro el
kilo, allí donde no parecía haber balanza, o a euro la pieza, allí donde la
pieza prometía un largo y azucarado regocijo por menos de lo que cuesta ahora la
propina de un accidental bar de carretera.
—Yo no le compraría—
dijo uno de los tertulianos; y sin darnos razón del porqué de no comprarle como
hacía la doña Edu del siglo pasado, nos informaba de que aquel sudoroso infeliz,
de camisilla abierta sobre un pecho consumido, era algo así como un miserable desahuciado
de su casa por no poder pagarla, “recogido” por una familia de chamarileros y vendedores
ambulantes que, a cambio de un plato de sopa, un mendrugo de pan y un sombrajo
bajo el que guarecerse de la Osa Mayor, le hacían recorrer a pie los pueblos de
la comarca, empujando el carrillo de mano y pregonando la mercancía: “a un
euro, a un euro, a un euro…”.
El sol de nuestro agosto en Bedmar |
Entonces recordé algo
que me contaron en Bagdad, una hermosísima noche de otro agosto muy lejano en
que aún se tocaban las estrellas con la mano:
“En este país, —decía aquel oriental desde la penumbra— cuando un
hombre se arruina, vende las tres cosas más sagradas que posee y por este orden:
primero vende con deshonor el oro de
su esposa; luego vende con vergüenza
sus alfombras; finalmente, si aún
está a tiempo, vende su casa con un dolor tan prolongado, y tan semejante al de
un empalamiento, que no hay narcótico o licor que pueda consolarlo de por vida”.
Llamé al voceador de piñas
y le pedí una.
Él me miró.
(¿Acaso se puede pagar una
mirada a estas alturas?).
Le di dos euros y él intentó devolverme uno diciendo que el precio
era un euro.
Iglesia Parroquial de Bedmar |
—¡Gásteselo en vino! A lo mejor así puede olvidarse de que usted ya no
tiene casa; y yo de que sigo teniendo miedo a que alguien me quite esta casa
que aún habito…
“Por cierto: ¿a cómo se
vende ahora el miedo?”.
“Y el litro de vino con el que se quita el miedo ¿a cómo lo venden?”.
–Eso no lo dije en voz alta,
no fuera a tentarle al hombrecillo en algún dolor a medio macerar.
En CasaMágica. A 16 de
Julio de 2019
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