Nunca se
sabe.
Un buen día, mucho
antes de la hora de llegada, se vuelve a un aeropuerto a esperar a ese alguien que
estaba por llegar. Y, mientras se espera, con la vieja emoción recién
desempolvada, se comienza a percibir como un estremecimiento de inauguración simbólica,
una sensación de estar pisando de nuevo ese punto de arranque que divide el inmaterial
espacio entre un antes y un después que se repite con cadencia de minutero.
Un antiguo “otra-vez” en tierra mil veces arrasada,
previamente imaginado y convenido con paradójica exactitud de eterna
adolescencia.
*
Nunca se sabe si un inconveniente de última hora…
Se abren y se cierran las inquietudes en
las puertas correderas, que vomitan somnolientos equipajes intermitentes, empujados
por desconocidos, hasta que, en un instante luminoso, se cruzan las sonrisas
desde lejos.
Llega.
El abrazo queda
aplazado detrás de la turbación paralizante.
Es una nueva
llegada mil veces irreal en la distancia.
Otro encabezamiento con dos puntos y
aparte, cuando se estaban garrapateando los últimos renglones de la carta
siempre por enviar a su destinatario, con letra de colegial trasnochado.
*
Nunca se sabe cómo será ese primer momento de llegada y espera.
Una indecisión. Apenas es un infinito
instante vertical.
Y, finalmente, el delirio.
Es un fleje que salta, cómplice de la
proximidad inmovilizada por la emoción, y que le devuelve la codicia al larguísimo
ocio de los brazos.
El movimiento a los pies.
El estrépito a la sangre. Y a la
convulsión de los latidos, que recuperan su enseñoramiento bajo las costillas, a
la altura de los pulmones, escalando sin tregua la garganta en forma de mudez
que ni encuentra ni necesita de palabras.
Solo
el beso.
*
Nunca se sabe por qué las maletas del mundo enloquecen con
tanta reincidencia.
Ahora otro
aeropuerto. Un corto viaje compartido, durante el cual el cosmos se sacude la
pereza de la resignación, agazapada en ese lugar recóndito llamado vejez y, sin
saber muy bien cómo sucedió, llega la sorpresa de un “otra-vez” hace tiempo arrinconado
en lo más oscuro de las bodegas.
Catarsis.
*
Luego, lo de siempre. Pero como si jamás hubiese existido
antes.
*
Nunca se
sabe por qué ni cómo se recupera lo que los más locos llaman cordura.
Una
cordura que acaba por enloquecer.
El protocolo del embarque de regreso desde
aquel aeropuerto es como una congoja demasiado compleja que le embarga la
expresión de la pena al viejo conocido del adiós irremediable. Un adiós casi deseado para acabar de una
vez con la sangría que deja exangüe el equívoco señuelo de la espera en tierra
ajena, seca, desconocida.
Se alejan las personas; pero aquel
espacio donde se desgarran de sí mismos queda saturado de un dolor tan intensamente
simultáneo que todo el lugar se convierte en un principio y un fin; ése que se asume
cansinamente como el último, el territorio perjuro.
Aquel aeropuerto queda impregnado de un póstumo
dolor que se acepta como definitivo. Un lugar para no volver.
*
Nunca se sabe por qué, en los bosquecillos que ciñen con su
desnudez escalofriante el invierno de cualquier aeropuerto, con cada primavera
vuelven a hincharse las yemas de los ailantos, y acaban reventando en inmortal espera.
Cuando más se temía tener que hacerlo, se
rompe el propósito de enmienda, y se regresa -pasajeros en tránsito- a aquel
aeropuerto del último adiós, acarreando el vértigo que causa el no tener a
nadie a quien esperar ni nadie que desde el asiento contiguo nos tome de la
mano cuando el avión despegue.
Flota en el ambiente una inasible
congoja, un temor irreverente a volver a transitar la zona donde la vida se
quedó detenida en un apartadero lleno de yerbajos; en una pista en desuso.
Se hurga con cautela en la maleta de los desconsuelos,
por si se hace preciso inmovilizar con cabestrillo alguna magulladura mal
curada antes de que vuelva el dolor insoportable.
Pero no duele.
Es curioso: la tan
temida congoja era sólo un fantasma con el sudario desgarrado por la árida espera.
Solamente un fantasma trasnochado, que se diluye en alguna guarida emocional ya
inexistente.
¡Ah, la espera!
¡Ah,
el tiempo! No hay nada más ruinoso. Ni más sanador.
¡Y pensar que el miedo a regresar al “lugar-sagrado”
estuvo a punto de deshacer las maletas…!
*
Nunca se sabe cuándo.
Se creyó que aquélla
era la definitiva contusión; una llaga rezagada en la terminal de carga, una
costra perene, una herida mal cicatrizada.
¡Quién
iba a pensar que, como siempre, bastaba con volver al mismo sitio del encuentro
y del desencuentro para comprobar con estupor que aún quedaba un poco de piel
sin cicatrices, donde poder albergar nuevas heridas palpitantes!
Y nuevas bienvenidas.
Porque… nunca se sabe. Nunca se sabe.