Hasta el último momento sus ojos, los ojos de Poppy, han sido a un mismo tiempo dos misteriosas interrogaciones
negras y dos inmensas caricias redondas capaces de abarcar la soledad y el vacío
de cada día.
¡Perros! Esos extraños
seres que nos miran porque no necesitan palabras para contarnos la historia del
mundo, que no es otra que la historia del amor cómplice e incondicional.
Poppy con un año |
Amor perruno: qué gran
amor. Qué gran talento sin palabras. Qué historias sin borrones.
Lo otro,
(guerras, conquistas, esclavitud, prostitución, mujeres muertas a manos de
hombres sin adjetivo que pueda calificarlos o niños muriéndose de hambre
escarbando en los muladares mientras los mayores se marcan una batucada, ancianos
que hablan solos aunque solo sea por escuchar una voz, familias desahuciadas
porque otras más vigorosas pudieron comprar a precio de saldo los lanzamientos,
o enfermos sin nadie que sostenga su último aliento y alientos desesperados
deseando desalentarse…) todo eso y más; lo otro, digo, es la historia de la
humanidad.
Y ya se sabe: nada hay
mas inhumano que el ser humano.
Pero ellos,
los perros, son los que de verdad nos enseñan lo que pudiéramos ser si, en
lugar de tener una mente humana pensante, tuviéramos un corazón amante como el
de ellos.
Amor sin
necesidad de palabras. Amor cómplice.
Bueno, hay algunos seres
que se salvan de tan oscuros destinos como los reservados para los humanitas. Me refiero a esos otros seres humanos que, gracias a que
el destino les mermó lo que llamamos inteligencia, les ha crecido el amor y la
bondad tanto como una floración de marzo adelantado en amapolas.
Poppy= nombre de amapola |
Poppy recién nacida |
Toda la
noche hemos estado mirándonos, hasta que, a las 9,30 ha suspirado por última
vez entre mis brazos sin dejar de mirarme.
A los
cadáveres humanos es bueno cerrarle los ojos llegado el tránsito. A Poppy, mi última perra, no le he cerrado los ojos. Me gustaba a mí esa mirada que se le quedó prendida
detrás de su mutismo de siempre, esta vez fijado también para siempre en algún
lugar de lo que me va quedando de memoria.
Solamente a la hora del entierro he tratado de cerrarle los
ojos por si le molestaba la tierra. Pero
los ojos de ese extraño animal que durante toda su vida me ha mirado tan vehementemente,
tan amorosamente, tan extrañamente a lo largo de trece años, ese abrazo redondo
convertido en retina no ha querido cerrarse.
Afirmaría que, a su manera, quería hablarme desde sus ojos por
última vez mientras yo estaba en la tarea de dormirle la mirada: “Déjalos así -me ha parecido entenderle-. Ya sabes que a
los animales, después de habernos mirado tanto con nuestros amos, nos gusta seguir
mirándoos aún después de muertos, por si nos devolvéis una caricia de última
hora antes de separarnos; antes de que tengas que bajar al trastero mi plato y
mi cama para no tropezarte con otra pena.
Esta madrugada,
mientras mi última perra y yo nos mirábamos en clave de irremediable despedida,
he sospechado que existe un espacio emocional -quizá también físico- entre la
muerte y la vida, que ni es muerte ni es vida sino puro tiempo detenido en su
propio lenguaje trascendente, donde hay que evitar las palabras, que en ese
lugar no son otra cosa que pobres humanidades deshumanizadas.
Y mirarnos.
En CasaChina. En
un 3 de Marzo de 2019