VA DE...Batiburrillo literario

sábado, 14 de marzo de 2020

AGUA DE CARABAÑA y AGÜITA DE LIMÓN


 (Croniquilla del Viruso Coronado -- 03)

        Que el Dios de las verdades (y −claro está− la familia de la que voy a mentar) me perdonen si lo que contaré a continuación, como motor de arranque de esta croniquilla virusera, no se ajusta exactamente a mi verdad (que no tiene por qué coincidir con la verdad de quien me lee). Pero yo lo voy a referir como creo que lo escuché, y que sea lo que Dios quiera.
       La cosa es que, en esta España de bandas de música callejeras, toreros corneados por el hambre a los que se les apelaba como “maestros”, y maestros que aplicaban su más excelsa maestría en torear al hambre a golpe de aquello de  “pasas más hambre que un MaestroEscuela”, en esta España nuestra −digo−, tuvimos una vez una Duquesa con mayúsculas, con más títulos nobiliarios que la mismísima reina de Inglaterra y más nobleza castiza en su colección de títulos que el caballo del Cid enjaezado para la Feria de Sevilla. Me refiero a la Duquesa de Alba, doña Cayetana por más señas, aficionada ella al buen cante, al catre con dosel de recambio en cuanto la parca se lo dejaba disponible, al buen toreo currista aunque fuera de una sola tarde y, sobre cualquier otra cosa, al buen decir chascarrillero[1], aunque solo fuera en su boca ya titubeante donde se ennoblecía la misma materia prima que en la mía resuena como una ordinariez barriobajera e irredenta.
       Vean si no.
       Escuché decir que nuestra Duquesa Nacional no le ponía reparos a un vino, aunque fuera peleón; (“…si el cuerpo te pide vino, dale vino”). Pero si alguien le acercaba un vaso de agua −un decir− o, mismamente, un botijo restregado con hojas de higuera, miraba ella de manera torva cual eral enterizo, escarbaba en el suelo con la puntera de sus zapatos de lunares, se arrancaba desde la puerta de chiqueros y embestía a palabra campante, aunque entrecortada, como administrada por riego de goteo de un telégrafo oxidado:
“Yo no bbbeebboo aaguuua, queee eeesss dooonnnde foollaaan los peeeces”.
       No quiero ni pensar lo que hubiera sentido mi difunto, tan exquisito y comedido él, si llega a verme poner por escrito la palabra “follar”, ésa misma que le arrancaba estentóreas carcajadas cuando se la escuchaba pronunciar con todas sus letras y en plan código telegráfico a nuestra doña Duquesa.

       El dicho de la doña Duquesa viene a cuento de lo que acabo de escuchar como manera de entendérselas cuerpo a cuerpo con el Viruso Coronado.

       Aclaro que estoy ya en mi tercer día de arresto cívico.
A falta de vis a vis que echarme a los brazos en este encierro, sancionado por el Gobierno de la Nación a golpe de Decreto, inicio yo un cara a cara con mi ordenador, a cuya pantalla rebotan como saltamontes un sinfín de “noticias-de-buena-tinta”, susurros, advertencias, rumores, sospechas, sustos, confidencias, supuraciones de dudoso humor, bufidos deshumorados y otras “revelaciones”, entre cuyo batiburrillo se abren paso a codazo limpio los más singulares remedios contra el mal(dito) Viruso causante de la holganza nacional.
       Hoy, y en pijama de YouTube, salta ante mis ojos un video que aparenta ser sesudo y de aspecto “seriously”, que invoca un “versado estudio” de no-sé-quién, experto en no-sé-qué, en el que se recomienda, cual verdad de fe de Papa Formoso, la ingesta de agüita de limón a bocanadas, como si semejante jarrucheo ácido fuera el mismísimo Bálsamo de Fierabrás.
       Como lo del encierro por decreto parece que a una servidora le está afectando a las burbujas de la memoria, siento que, con lo de “el agüita de limón”, me revienta la ampolla más vomitiva y diarreicas de mi infancia: la del AGUA DE CARABAÑA.
La autora y sus hermanas en Jódar

  Aquello fue el año del vestido de las bolillas.

       Era aquel vestido una especie de funda a cuadros, con volante sandunguero por abajo, y capichuela charra por arriba, rematada por las bolillas de marras, tipo lampara de mesilla de noche retro, que nuestra madre había copiado de una revista de modas de París, pero que en el Jódar de los años 50 no acababa de acoplarse con las maneras de los paisanos ni sacudirse de las guasas de las nenas de la escuela de doña Medarda −la maestra represaliada de la que tengo que escribir algún día−.
Entre nosotros: si el Marqués de Santillana llega a ver semejante vestido con colgajos, ya se hubiera tentado él, y mucho, las entretelas de su jubón antes de ponerse a escribir su Serranilla V; ésa que dice:
Entre Torres y Ximena,
açerca de Salloçar,
fallé mora de Bedmar
sanct Jullán en buen estrena.
Pellote negro vestía,
e lienços blancos tocava,
a fuer dell Andalucía,
e de alcorques se calçava.
       Claro que, según lo que dice el diccionario, a lo mejor eso de “pellote” iba con segundas.
       ¡A saber!

        Pero sigamos con lo nuestro.

       Como iba diciendo, el año del vestido de las pelotillas me entraron a
mí de repente unos picores de origen desconocido y ferocidad pandémica, más propios de una pubertad recién hormonada que de los seis años que apenas reunía, y que acabaron en ronchones espurreados por todo el cuerpo, tipo traje-de-gitana con los lunares achispados.
       No es que en los años 50 del siglo pasado hubiera muchos remedios contra tantísimo garrotillo, ciciones, torozones diviesos, rijas y otros alifafes como los que nos aquejaron después de liarnos a estacazos en aquella Guerra guarrindonga que tanto se llevó por delante; pero, como a falta de


pan, buenas son tortas, (y a falta de vacuna, buena es el agüita de limón), hubo que echar mano de otra agüita milagrosa “de cuyo nombre no quisiera acordarme” porque me entran los siete males: el AGUA DE CARABAÑA.
       ¡Qué decir del agua de Carabaña!
       Ni el aceite de hígado de bacalao −en el que mi hermana May mojaba sopas−, ni siquiera el ricino, que por entonces se llevaba al personal patas abajo en las cárceles contra el rojerío con más saña que el Coronado ese que se ha puesto de moda como moderno carcelero… ¡Nada!, nada puede compararse con la tortura a la que se sometió a esta servidora que, a pesar de los pesares, sigue escribiendo sesenta años después.
       Puesta a elegir, podría jurar por las pelotillas de mi vestido recién estrenado que me hubiera quedado con semejantes picores, por mucho que me tuvieran en plena convulsión del Mal de San Vito, antes que volver a beber una gota de aquella agüita curalotodo, comprada en la Farmacia de Miguelito, −esa que sigue tal cual− y que, unida a una dieta de ayuno absoluto impuesta por decreto del galeno galduriense, don Francisco Herrera por más señas, casi me dejar reducida a una radiografía de la nada vestida de madroños.
      ¿Y ahora me vienen a mí con lo del AGÜITA DE LIMÓN para la cura del Viruso Coronado?
       ¡Vamos, anda!
       Yo, manzanilla.
       Y no de esa que se sirve en tacita de porcelana, después de cocer un yerbajo que a saber si no está contaminado con las sobras del “follaje” de cualquier lagartija, y que me cae en el estómago como una bola de alcanfor.
La manzanilla que yo digo se destila en San Lucar de Barrameda, viene en una botella oscura especial para beodos y sienta como manjar sagrado en tiempos de privaciones de cualquier estirpe.
Y, además, desinfecta.

Confinada en CasaChina. en un 15 de Marzo de 2020


[1] No sé yo si el sustantivo “CHASCARRILLO” admite esta conversión adjetivante. Pero a mí me gusta.

DE SAHUMERIOS y LAZARETOS


(Croniquilla del Viruso Coronado)

      
Soco y su madre
Con solo declarar el “estado de emergencia” en Madrid por lo del Viruso Coronado, comienzo a percibir en mí los síntomas de un viejo recuerdo que a punto estuvo de emborronarme las noches de mi infancia, si no fuera porque esto de la edad convierte los recuerdos en una gozosa marcha atrás llena de lucidez.

       Ahora que lo pienso, mis recuerdos de entonces se clasifican por vestidos.


         De la misma forma que el año de mis catorce años fue <EL AÑO DEL VESTIDO AZUL[1]>, aquél otro, el de otros virusos contados al amor del brasero de una casa inmensa donde cabían todas las infancias, fue el año del vestido blanco de batista perforada.

Un buen día llegó el momento de visitar el pueblo de mi padre; y, como no podía ser menos, después de almidonarlo, me vi embutida en el vuelo acartonado de aquel hermoso vestido, complementado por los eternos zapatos de charol negro, y los calcetines de croché calado, también blancos, a cuya indumentaria añadí yo por mi cuenta un velito de tul (blanco, por supuesto) mínimo y redondo, sujeto con una agujeta, asegurada a su vez por una laña en todo lo alto de la cabeza, y que, en un descuido de los mayores, cuando llegó la hora de visitar el Paseo, derramé yo sobre mi cara, al más cutre estilo de la Lana Turner de los cromos y de los cartelones del cine Plantillano.
[Nota: ¿no sería aquella vida en blanco y negro −más blanco que negro “opar”− la que condicionó mis querencias de eterna búsqueda de colores?].
Por entonces, -ahora no lo  veo yo así- el Paseo del Santo Cristo de Villacarrillo debía de ser muy grande, comparado con mis propias hechuras de siete años apenas cumplidos, dimensiones subjetivas que sin duda amenazaba con entorpecer mi secreto propósito de marcarme un safari, centrado en la búsqueda del quiosco de la música, aquel del que tanto nos había hablado nuestro padre, en voz baja y cavernosa, en las larguísimas y ventosas noches del invierno de Sierra Mágina, que comenzaban a poco de la puesta de sol, sin que ni candiles ni “quinqueses” pudieran meter en cintura el vagabundeo de las vacilantes sombras fantasmales, convocadas por los terroríficos cuentos vespertinos tan del gusto de nuestro cuentacuentos particular.
El día del safari por el Paseo del Santo Cristo, contaba yo para mi búsqueda con una pista poco concreta: un kiosco circular al final del Paseo, sobre cuya plataforma tocaba la banda de música; pero lo del chin-chin-pum y el tararí debía ser por la tarde y en verano, mientras que el día en que me llevaron al Paseo era de mañana, a la salida de la misa mayor en la que habían casado al tío Ernesto en una boda primaveral. Claro que, bien pensado, aunque los pitos pudieran haber guiado mis pasos, en aquellos momentos lo de la música era lo de menos. Lo verdaderamente importante estaba en descubrir aquel sótano pavoroso, bajo el kiosco, donde el abuelo Benito, siendo un galopín de pantalones cortos y curiosidad irrefrenable, fue confinado a la fuerza durante semanas, y casi asfixiado en una niebla de sahumerios de azufre quemado, cuando, allá por agosto de 1885, había querido él investigar por qué estaban amontonando en el recinto a tantísimo moribundo trashumante, tras cambiarle el nombre al quiosco de la música para llamarlo nada menos que “Lazareto”.
¿Qué sería aquello de “Lazareto”? −me preguntaba yo también, sin reparar demasiado en la palabra “epidemia de cólera” contenido en el lote de las historias del Paseo del Santo Cristo que nos contaba nuestro padre, salpicada de muladares y basureros en mitad de las poblaciones, estercoleros al aire libre en las cercanas huertas y hogueras tan pestilentes como desesperadas.
Imagen de Internet
Mi conclusión  era apocalíptica: “sótano” + “azufre quemado”+ “indigentes ahumados” + muertos amontonados + encierro forzoso de “abuelo imprudente” husmeando en el lazareto, del que ya no lo dejaron salir, y donde el muchachuelo parece que resistió entre humo sofocante y moribundos sin amparo, no podía ser otra cosa que una sucursal del averno del que tanto me había hablado el cura que me preparó para lo del “día-más-feliz-de-mi-vida”, que acabó de manera tan triste, con la taza del chocolate guarreándome mi hermoso vestido de Primera Comunión color blanco-roto.
Tras un desgaste larguísimo de mis zapatos de charol negro contra un suelo de zahorra, encontré el quiosco de la música, circular él, con plataforma superior él, a la que se accedía por una escalerilla de hierro, y un sótano escondido en los bajos, habitáculo de esas arañas de larguísimas patas y cuerpecillo indigente que se dan por mi tierra. Por supuesto, sin músicos en lo alto, aunque con troneras de cristales rotos debajo de la tribuna, por las que yo metí mi testa coronada de velillo blanco para ver si por allí abajo quedaba todavía alguno de los espantos que sugerían las palabras “lazareto” y “azufre quemado” en boca de nuestro padre.
A estas alturas de la vida pienso que lo que sucedió en realidad es que mi pequeño velo de tul blanco, torcido sobre mi rostro al más decadente estilo Lana Turner, debió engancharse en una astilla de la aspillera por la que metí la cabeza para husmear en la palabra “lazareto”. Pero aquel día mi impresión fue bien distinta.
Y pavorosa.
Durante muchos años estuve convencida de que fue alguno de los fantasmas residuales, ahumados en el azufre quemado, el que agarraba mi velo y tiraba de mí hacia la no menos terrorífica palabra “sótano” para pobres y vagabundos desahuciados, mientras que un olor a un no-sé-qué, que con el tiempo supe que era moho, se convertía en uno de los más intensos y nunca confesado terrores de mi infancia.

Mientras exhumo recuerdos del año del vestido de batista perforada blanca, no puedo sustraerme a pensarlo:
¿Cómo recordarán los nenes de ahora el encierro casero y aséptico del Viruso Coronado?

         Confinada en “CasaChina”. en un 14 de Marzo de 2020


[1] EL AÑO DEL VESTIDO AZUL: libro de relatos con el que obtuve el Premio Internacional de Narrativa “Rubén Darío” 2017.

viernes, 13 de marzo de 2020

ACUARTELADA


(Croniquillas del viruso coronado)
        Ahora, antes de dormirme, suelo dejar entornada la ventana de mi dormitorio, esa que da a la parte de detrás de la casa, donde, en esta época del año, la piscina comunitaria está abrigada por una lona azul calizo, los árboles reventando gruesos y jugosos anuncios de primavera y el silencio de la obra cercana amagado por los miedos del viruso coronado.
       Perezoseo entre las sábanas.
       Anoche desinfecté y guardé la ropa de calle. No hay nada que me urja.
       El “viruso” con corona nos ha confinado dentro de nosotros mismos. Tan lejos del abrazo callejero. Tan cerca del silencio.
       Me declaro en estado de sitio.
       Un recuerdo, envuelto en el frescor del todavía, me visita: fue allá por unos recién estrenados años 80 del siglo pasado. Mi marido, el marcial tempranero de las seis de la mañana, en lugar de enfundarse en su áspero uniforme de militar de alta graduación y sus habituales y ruidosas urgencias frenéticas, se vistió un chándal azulón y hortera, con bandas blancas laterales de una verticalidad acomodaticia; paseo una desacostumbrada calma chicha por el dormitorio, abrió su eterno libro y se sentó a leer en aquel sillón de orejas en el que apenas conseguía holgar algún fin de semana, cuando “el servicio” daba de mano.
Los carices eran alentadores y dejaban claro que se presentaba una jornada hogareña a la vieja usanza de la que tanto carecíamos.
−¿No vas al Gobierno Militar?
−Hoy, no. Y tampoco en los siguientes tres días.
−¿Estás de permiso?
−¡Arresto domiciliario! Me han arrestado por primera vez en mi vida.
Su voz, lejos de compungirse, sonaba festiva.
−¿Y el motivo? −tanteé confusa.
−Lo de la publicación de “INTERVIÚ”.
−A ver si yo me entero: ¿No fueron tus jefes quienes te dijeron que era aconsejable ese reportaje?
−Sí. Pero no me dieron un permiso especial para las fotos. Así que… ¡Estamos arrestados!
Con qué placer recuerdo aquel arresto…
Y digo yo, precisamente hoy, que aún no me he puesto ni siquiera el chándal hortera que heredé de mi hombre, y que me resisto a tirar: ¿Será verdad que no hay mal que por bien no venga…?
O a lo mejor el refrán debiera ser otro: No es lo mejor patalear entre dos aguas cuando nos hundimos en la alberca; lo sensato e dejarnos caer hasta el fondo, desde donde poder impulsarnos hacia arriba con un golpe certero.
(Y ahora me voy a jugar a los barquitos conmigo misma).

Acuartelada en “CasaChina”. En un 13 de Marzo de 2020


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