100/2020
(Quien tenga oídos para oír…)
Quien escupe veneno, a sí mismo y a su entorno contagia.
Quien hace el mal, su mal busca.
Y lo encuentra.
“Quien tu mal
provoque sin provecho, su mal obtenga durante siete generaciones” −había
susurrado sobre su cabeza la ensalmadora que ayudó a su madre a traerla al
mundo más de setenta años atrás, después de signar su frente con una huella
alargada y ungir su fontanela aún hendida con sus dedos untados en un aceite de
intenso color gris-nopal y olor a un “así-sea” irreversible.
Desde
entonces, sus deseos adquirían densidades casi sólidas y sus abominaciones serían
oráculos fuera de todo control.
Cada vez que,
a lo largo de su vida, pronunció ella su siempre bien administrado “así-sea”,
se cumplieron sus mejores y sus peores aspiraciones, como si una legión de leviatanes
o de ángeles custodios estuviera de retén permanente y a su servicio.
“Quien mi mal provoque sin provecho,
su mal obtenga hasta la séptima generación”. “Así sea”−percibía dentro de su
cabeza como el perenne zumbido de un panal de laboriosas abejas; como un
ronroneo que la aturdía, sin permitir ella que sus labios convirtieran en
palabras el eco de sus poderes.
“Quien mi mal provoque sin provecho,
su mal obtenga hasta la séptima generación”. “Así sea” −se oyó murmurar la
vieja vecina denunciada, esta vez en voz alta, cuando escuchó la propuesta y votación
de los asistentes a la reunión de propietarios, sin poder evitar un sentimiento
de profunda compasión por aquellos pobres diablos tan saturados de improductiva
arrogancia−. Sería que nadie les había advertido de que, quien provoca un mal
innecesario, o lo secunda, ya sea por frivolidad, por flaqueza o por desidia,
recibe en sus propias carnes los efluvios del mismo mal que ocasiona, multiplicado
hasta setenta veces siete en el tiempo, y en los espacios de sus vidas
presentes y futuras.
Ahora aquellos vecinos delatores acababan
de liberar todo el poder de los demonios de la palabra, y nadie, ni ella misma, sería capaz de
retornarlos a sus madrigueras antes de que dieran cumplimiento a la misión que
les encomendó su dueña y señora.
El promotor de la denuncia contra
la anciana había sido aquel pobre diablo malencarado y enjuto, vasallo y galeote de la hipoteca de uno de
los primeros pisos vendidos en el bloque, circunstancia de la que él se ufanaba, y
sinrazón que esgrimía en su agraviado fuero interno, y ante los que fueron
llegando después, para tratar de constituirse y mantenerse como un despiadado reyezuelo
del vecindario. Un piso como el que siempre había soñado allá en su aldea, y
para cuya compra tuvo que vender la última pomarada de sus antepasados, hacer
horas extraordinarias, y hasta empeñar su alianza y la de su mansa mujer en una
tarde de impotencias. Quienes lo secundaron en el gratuito ataque a la vecina
de apariencia insignificante, sin reflexionar en las consecuencias del mal
ajeno, no buscaban otra cosa que el arrimo del matoncito con aire de vendedor
de peines de carey, sin pelo que peinar y trajes de economato, planchados y
replanchados hasta el límite de los brillos en los codos. En total, siete simulacros
de tiranuelos, que a no tardar comenzarían a sentir en sus propias carnes y
haciendas la maldición con la que una infalible ensalmadora ungió setenta años
atrás la cabeza de aquella vecina de apariencia quebradiza y poderes que ni
ella misma podía controlar.
“Así sea”. Ese era el conjuro.
Desde que se produjo la primera
desgracia, los siete supieron, sin saber muy bien cómo o por qué lo sabían, que
estaban sentenciados por un destino implacable e inaplazable, y que nada ni
nadie podría desactivar la cadena de dolor que ellos mismos habían activado
sobre los techos que cubría sus cabezas, las cabezas de los suyos y las de
cualquiera que habitara sus cubiles en el futuro.
Ya solo queda uno de ellos a la espera
de que comiencen sus males; uno que vive paralizado por el pánico ante lo
inevitable. Mañana le darán los resultados del análisis de su hijita. Pero no
necesita leerlo para conocer el diagnóstico. Sabe que también para él gira ya
la rueda del destino y que debe ir preparando los funerales. También para él ha
comenzado la racha sin fin.
Que Dios se apiade de él. De
ellos y de los suyos.
¡Así sea!
Mientras tanto, el sufrimiento se
hace insoportable cada vez que ve a la anciana, erguida la espalda bajo la
fatalidad de la indiferencia, atravesar por delante de la ventana de la alcoba desde
cuyas hojas entornadas se escapa la declinante respiración de su pobre muchacha.
Lo peor es que, tras lo que viene
sucediendo, el edificio entero vive asolado por la sombra de un terror sin precedentes.
Porque todos han comprendido que no existe vacuna capaz de prevenir o erradicar
el contagio del mal, brotado en la gratuidad del dolor ajeno, hasta que se
cumplan los cómputos arcanos.
Todos saben que el anatema del
mal causado sin motivo tiene un guarismo: setenta veces siete.
¡Así sea!
En CasaChina. En un
18 de Julio de 2020