78/2021
“Oficio noble y bizarro / entre todos
el primero, / pues en la industria del
barro, / Dios fue el primer alfarero/ y el hombre el
primer cacharro».
Anónimo.
Era
el Barranquillo, la casería de la abuela, donde, desde los ojos de una infancia
apenas sin rozaduras, todo era posible a aquellas alturas al Siglo XX ya a
punto de alcanzar la mitad de su recorrido.
Era el húmedo calorcillo del molino
de aceite, al fondo de la cantina, con su romana donde hacer el pesaje de los
capachos, su lagar sobre el que giraban las tres inmensas piedras que luego se
convirtieron en mesas de cenador en rincones estratégicos del jardín y el vaho
chorreando allá arriba, en los cristales de los ventanucos; eran las cuadras con sus relinchos; el tinao,
donde las vacas se pasaban el día rumiando tristezas y matojos frescos de maíz mientras
criaban una leche espesa y olorosa algo amarillenta sobre las ollas de ordeñar;
era el continuo alboroto de establos y cochiqueras; era la rústica tenería que,
para curtir sus pellejos de liebre o de lo que fuera, se fabricó el Cherra,
aquel hombre de fruncidos ojillos azules, enjuto, camastrón y festivo, tan
lleno por dentro de todo lo que entonces no se podía contar y ahora no se debe
contar sin que nos recorra un latigazo de desconcierto y de regocijo a lo largo
de la columna vertebral.
Eran las tinajas de la cantina,
las orzas de la despensa, los botijos verdeados con hojas de higuera, los
lebrillos de todos los tamaños y los azafates donde compartir y repartir
pipirrana −cucharada y paso atrás− en pascuas y butifueras.
Era, en fin, el tejar del
Barranquillo, al otro lado del barranco grande, y por debajo de la alberca
redonda, la del “granaillo”, sobre cuya explanación sucedían las cosas más
maravillosas que la imaginación de una nena de apenas seis años pueda alcanzar.
En el tejar del Barranquillo
vivía una familia de dioses con piel de arcilla pajiza y manejo alfarero en sus
manos.
Vuelven a
mi memoria escenas semejantes a las de un “AtiguoTestamento” trasladado
de siglo por algún sortilegio inexplicable. Manuel el tejero, desnudo de
cintura para arriba, descalzos sus pies inmensos, y con los calzones remangados
por encima de las rodillas, ejecutando un baile de brujas con brío de reguetón
enloquecido dentro de las piletas donde se amasaba aquella cosa mágica llamada
barro, con el que él, Juana, su mujer, y su prole, Manolo, la Boni y la María, −Pedro
vino algo después− hacían tejas y ladrillos que secaban al sol antes de
meterlos en el infierno y taponar la boca del horno con ripios y con más barro,
no fuera a ser que se escaparan los condenados. Era una familia secada al sol,
tan generosa que hasta me daba una pella para hacer mis cacharricos.
¡Era el barro!
El barro siempre presente en
nuestras vidas y que parece que ahora tenemos olvidado.
De Sierra Mágina se ha dicho de
todo, se ha probado de todo y se ha puesto en claro… casi todo.
Hemos descubierto la voz de
Sierra Mágina a través de escritores que permanecían como sesteando sobre
granzas, hasta que nos empeñamos en escucharlos. Hemos visto a sus mujeres
dándole a la aguja del ganchillo hasta convertir sus hilos de colores en
justillos y mandilones para árboles desnudos y fachadas sin cobertor. Hemos
bailado sus boleros y nos hemos extasiado con sus jotas a través de sus músicos,
mientras dábamos buena cuenta de sus rotundas pitanzas, siempre impregnadas del
acre olor del aceite de nuestras olivas, y trasegadas gaznate abajo con la
concomitancia de sus ponches, sus cuervas y sus resolis. Hemos visto colgarse
de sus balcones todos los colores con los que sus sublimes artistas son capaces
de embelesarnos desde sus propias pupilas, desde sus singulares maneras de engarzar
al mundo sobre un lienzo.
¿Pero y el barro? ¿Y nuestro
barro de siempre?
¿Acaso nuestras tinajas, nuestras
orzas, nuestros botijos, nuestros lebrillos y nuestros azafates no han sido
compañeros de fatigas desde que Sierra Mágina es Sierra Mágina, hasta que nos
engatusamos con los cacharricos de duralex, cuando vinieron a torcernos las
buenas maneras?
¿Qué cómo era la cerámica de Sierra Mágina? Igualica que
Sierra Mágina: recia, marrón, sin primores innecesarios, pero sin ordinarieces ni
chapucerías de trúhanes.
Y digo yo: ¿Por qué no volver a embadurnarnos la manos en la
austera cerámica de Sierra Mágina?
Hubo tiempos en los que los “afiladores-y-paragüeros”,
o los hojalateros trashumantes iban de pueblo en pueblo poniéndole lañas y
remiendos a orzas y lebrillos para alargarles la vida como quien le engancha un
respirador a un enfisematoso. Eran los años de las malaventuras. Luego,
vinieron las moderneces, y esos viejos cacharros quedaron arrumbados en las
cámaras a la espera del derribo de las casas y de su traslado definitivo a
cualquier muladar.
Hoy vuelven a mi memoria escenas
semejantes a las de un “AtiguoTestamento” trasladado de siglo por algún
sortilegio inexplicable.
Vuelve a mí la memoria del barro.
Hoy quiero reivindicar para
nuestros más jóvenes, o para los más viejos, o para todos, el que se pongan a
la tarea de amasar cacharricos de barro y llenen nuestros pueblos de la memoria
de lo que fuimos:
Pulvis eris.
Somos polvo.
Entonces, mezclémonos con el agua
de nuestras acequias y volvamos a ser barro con el que rescatemos un oficio de
dioses: ser alfareros.
Luego, si se animan, que sobre
ese barro pinten nuestros pintores y escriban nuestros escritores para memoria
de los que vienen detrás.
Y es que, con barro, y sobre el barro, se puede contar la
gran historia del mundo sin necesidad de saber escribir ni aprenderse de
memoria las reglas de la gramática.
En CasaChina. En un
30 de Junio de 2021