VA DE...Batiburrillo literario

lunes, 3 de julio de 2017

SALVAR LA CASA DE AURELIO ARTURO 1



32/2017
NO PERDONO EL DESCUIDO
  
        Hace pocos días iniciaba una petición internacional para que las autoridades colombianas de Nariño hicieran lo que tuvieran que hacer para salvar de la ruina la casa donde nació AURELIO ARTURO.

 
        Ya sé que soy cansina insistiendo en esto de la casa del Poeta; y que, en un primer momento, confundí el “Departamento” de Nariño con el municipio de LA UNIÓN, y que desde estas latitudes, desconocí que esa casa, -patrimonio de todos los poetas del mundo- se encontraba en realidad en el pueblo de LA UNIÓN; pero son estos detalles menores comparados con la finalidad perseguida: SALVAR LA CASA DE UN POETA.

        Al hilo de esta casa al sur de Colombia, debo confesar que siempre que voy a Bogotá, y desde que me atrapó su magia, incluyo en mi agenda una visita inaplazable a la casa de otro poeta colombiano: JOSÉ ASUNCIÓN SILVA, en pleno corazón del barrio de la Candelaria; y me demoro entre sus muros sintiendo materialmente en la piel el roce de los versos de José Asunción, y su dolor y sus sueños… Desde su patio delantero -los inevitables patios colombianos de los que escribió con tanto acierto Lidia Corcione en el libro “CARTAGENA DE INDIAS, Territorio Literario”- me gusta subir con la mirada al cerro Monserrate, allí donde la altura ralentizó mis pasos ya algo cansados. Desde el otro patio, el interior, recóndito y sublime en su poquedad, miro el cielo bogotano, siempre a mitad de camino entre lo azul y el llanto de la lluvia. Luego, voy a la biblioteca y, sentada en alguno de sus amplios sillones, me recreo en escuchar alguna recitación, cualquier cosa que me sirva de disculpa para alargar mis estancias en esa casa de puerta verde, y pasillos protegidos de cristal emplomado para guarecerse de los fríos bogotanos y de tantos desasosiegos amorosos que sus muros conocen con tanta intensidad.

        Si me he referido a la casa de la Candelaria, la del Poeta José Asunción Silva, cuando comencé hablando del otro Poeta, de Aurelio Arturo, es porque sueño desde España con ir un día a Nariño, tomar la carretera de LA UNIÓN, enfilar la calle donde se ubica la casa de AURELIO ARTURO, franquear una puerta que, sin perder su ancianidad sí que haya superado la vejez de los años bajo las manos de amantes artesanos, entrar en sus estancias enjalbegadas de blanco y de recuerdos,  sentarme en un sillón quizá extemporáneo, y poder escuchar el primer verso, aunque solo sea ese primer verso del único libro escrito por ese Poeta ya inmortal: MORADA AL SUR-:


En las noches mestizas que subían de la hierba
       

¡Dios santo! ¿Se puede decir más o contar una historia más emocionante y sugerente en un solo verso?



Sin embargo, la casa de AURELIO ARTURO, allá al sur, -lo mismo que mi propio sur-, en el municipio de LA UNIÓN, en el departamento de Nariño, entre montañas inmensas -igual que mis montañas, aunque las mías sean más humildes- está cayéndose de vieja. Y los viejos poetas como yo misma sentimos ese derrumbe como parte del desmoronamiento de nuestra propia vida. 


Y nos preguntamos por qué no viene alguien y sujeta con fuerza sus muros, y sostiene en pie nuestra esperanza de ir allí, a su casa, a su yerba antes de terminar nuestro periplo por la vida, sentarnos en algún rincón de una estancia rescatada del olvido, y poder recitar los últimos versos de MORADA AL SUR, para soñarnos inmortales como su autor bajo caricias que no perdonan el descuido de la mano amante:

Yerba: dulce lecho de cabecera

dócil serpiente melódica

bajo la mano

                                    bajo la caricia

que la aplaca

pero que no perdona el descuido

que ama ser hechizada

como una serpiente

que quisiera danzar y ser aire

fémina


                 sutil

grata a la mano

muerde el talón que se aleja

y silba su imperio desolado

hasta el límite del horizonte

y cubre huellas

   ciudades

   años.

En “CasaChina”. En un 3 de Julio de 2017

miércoles, 28 de junio de 2017

LA ÚLTIMA CENA



02/17 conversaciones con una gaviota
CONVERSACIONES CON UNA GAVIOTA
Episodio II. La última cena



De Internet
       Una vez Gloria, esa amiga mía que a pesar de seguir creyendo en el amor no cree en las gaviotas urbanitas, me negó que en Madrid las hubiera, y hasta se apostó una cena a que ella estaba en lo cierto. Cuando le demostré que en el río Manzanares las gaviotas iban y venían sin demasiado talento, y hasta se ponían de cháchara como si así las penas de amor fueran menos espesas y los deseos de volar más perentorios, me aseguró que pagaría esa cena que yo pospongo por el temor que siempre tengo a que cualquier consumación sea una despedida, y cualquier cena la última cena pintada en un muro de cualquier viejo castillo con fantasma.

        


 ¡Detesto las despedidas y sus emblemas!

        





         Mientras doy tiempo al tiempo para que la última cena no se consume, suelo buscar gaviotas en cada ciudad que visito sin que mi afán por encontrarlas sea tan vehemente que me perjudique este estar siempre de paso en cuales quiera de los lugares a los que llego sabiéndome eterna pasajera del tren de los afectos más hondos e ineludibles.
       ¡Quién me iba a decir a mí que sería delante de la Estación Términi de Roma donde me encontraría de nuevo con Facunda, la gaviota sentenciosa y descarada de los ojos amarillos que hablaba de los hombres como si fuera una mujer de la vida!
Me gustaba hablar con aquella gaviota a pesar de sus desaires, porque parecía saber de lo de vivir –que es lo mismo que saber del gozo y del dolor- como si se hubiera enseñado mirando las cosas desde lejos y de paso que es como menos dañan y como menos se gozan. Curiosamente, ella va y viene sin que nada alcance sus ansias de volar.

-Muy contenta pareces, Facunda, para estar tan lejos de lo nuestro y tan sin alguien- le dije por decir algo.

-¡A pesar de todo…! –enfatizó sin mucho sentido.

-Que me aspen si te entiendo. Lo que dices es irracional. No sé por qué me empeño en que tú y yo hablemos siendo de tan distinta condición; pero debo reconocer que te he tomado querencia, y me causa verdadero goce el encuentro, a pesar de todo…
-No hay nada más intensamente gozoso que amar irracionalmente. Porque sí; y a pesar de todo…, ‑respondió aquella tarde-. Ni hay nada más doloroso que querer convertir un gozoso amor irracional en una racional permanencia …a pesar de todo –me graznó la gaviota, cruzando a continuación, y majestuosamente, el rastro dejado por el sol poniente en los adoquines de la calle atardecida.

Un coche de bomberos, urgido quizá por algún incendio catastrófico, estuvo a punto de atropellarla a ella y matarme a mí de miedo.

Ya sabía ella que el brillo de los adoquines de cualquier ciudad anochecida es mal refugio para las gaviotas. Aunque, por lo que la voy conociendo, sabe también que buscar refugio en un nido es como tratar de radicar desarraigos en un territorio de paso donde uno debiera detenerse sólo el tiempo justo para saber que un día se anidó en algún lugar del que volaron los polluelos dejando inmensas soledades a sus espaldas.

Entonces, yo di unas palmadas para espantar el desaliento y la gaviota alzó el vuelo.

A lo lejos seguía oyéndose el alarido de la sirena del coche de bomberos.

-Y si el deseo de permanencia trae ese agudo dolor –alcancé a gritarle desde abajo- ¿cuál es según tú, pájaro de mal agüero, la fórmula de la felicidad”.
-¡Vuela, mujer, vuela! –me pareció escucharla allá a lo lejos sin tener la consideración de acordarse de que me faltaban las alas.

En “CasaChina”. en un 28 de Junio de 2017.

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