(Croniquilla del Viruso Coronado 26)
Para Ani Canalejo. Que me regaló una imagen y un pájaro.
En
estos días de encierro movedizo y de dilatados silencios, tan espesos como creo
que jamás se han vivido a lo largo de los siglos…
En
estos días en que los paisajes son rectángulos de cal y cuadrángulos fijos de ventanas
y avideces, hay momentos en los que se forman en el cerebro imágenes vivísimas
de otros tiempos, de otros escenarios, de otros lugares.
De
algo que no sabíamos para qué valía −las calles− hasta que nos las borraron del
programa de mano.
¿Cómo
fueron −me pregunto− las otras catástrofes que ahora se me antojan tan
pequeñas, tan titiritainas?
¿Cuál
sería la última imagen captada por la retina de los habitantes de Hiroshima en
el segundo anterior al gran hongo?
¿Con
qué soñará un preso cuando la oscuridad convierte su encierro en una evasión
imaginada siquiera por unas horas?
¿Habrán
plantado ya los jardineros municipales la nueva primavera madrileña en los
parterres de la Castellana?
Son
cosas tan mínimas, tan de zarandajas… ¿verdad?
¿Y
Sierra Mágina? ¿Seguirá amontonando minguillos y rumores para sacarlos de jarana
y francachela en busca mocitas en sazón a las que asustar cuando llegue la
Virgen de Agosto?
Claro que todo eso son imágenes y horizontes acotados en unos tiempos y en unos espacios bien concretos.
Pero
lo del Viruso…
¡Ay,
señor, lo del Viruso!
Más
que coronado habría que proclamarlo cósmico, porque no hay espacio en el cosmos
que se le resista.
Esta
cosa mínima, abreviada e invisible, conocida como el Covid 19, se me representa a mí algo así como un diosecillo
de segunda categoría, aunque con facultades delegadas para hacer su agosto en
la siega de vidas, y con el don de la ubicuidad tomada de prestado del Titular
en un momento de descuido.
Me
pregunto cómo algo tan escuchimizado puede causar semejante desbarajuste y rendición.
Pero estos son sus poderes: ser capaz de viajar gratis y dar la vuelta al mundo,
cual Magallanes del Siglo XXI, sin necesidad de cartas náuticas.
Mientras
tanto, nosotros, sobrecogidos, nos mantenemos en nuestras casas como pájaros
enjaulados que añoran espacios imposibles.
En medio de tanto estupor, vienen
ahora a mi mente las reflexiones de un viajero, ALEXANDER VON HUMBOLDT, de cuya
existencia y andanzas conocí hace ya muchísimo tiempo; casi en el mismo instante en que me asombraba ante la
grandiosidad de la cordillera de las Andes; palabras que quedaron plasmadas en su obra
“<TABLEAU DE LA NATURE>:
“En las montañas está la
libertad. Las fuentes de la degradación no llegan a las regiones puras del
aire. El mundo está bien en aquellos lugares donde el ser humano no alcanza a
turbarlo con sus miserias”.
Entonces,
¿tengo que pensar que las miserias vienen de la mano de nosotros, los humanos,
y que nuestra salvación es la montaña?
Emparedada como estoy entre la cal de los tabiques de mi casa de
Madrid, por obra y gracia de un Viruso con cetro y corona, no puedo por menos
que recordar otros montes, los de Sierra Mágina, a los que a mí me gusta llamar
“cordillerosos”, más por la majestuosidad que tienen en mi recuerdo que por sus
propias hechuras.
Y siento una nostalgia tan honda, tan rasposa, tan
clásica, que no puedo por menos que ponerme a escribir un soneto disciplinado y
“fecho al itálico modo”, cual brebaje de brujas serranas, a modo de conjuro
invencible capaz de alquimizarme y teletransportarme, siquiera sea mientras
escribo, a los lugares que ahora, en lo imposible, amo más que nunca:
Quiero volver al risco y a la
higuera,
quiero escalar la tórrida caliza,
quiero beber su lluvia tornadiza,
quiero de su
pasión calarme entera.
Ser
ciego desvarío, ser torrentera,
ser adelfa, ser río. Ser la ceniza
que tiñe el Aznaitín, y cicatriza
esta herida mortal de estar afuera.
Brota de entre mis letras su venero,
la cal de sus lugares; su hidalguía,
su
amante corazón; su piel de acero.
Y siento que me agosto, que me muero
por volver a esa oculta Andalucía
a cristianarme en roca y en jilguero.
En CasaChina. En
un 5 de Abril de 2020