SERÁ MAÑANA, 13 de mayo de 2023: regresaré una vez más a mi tierra para firmar ejemplares de
la novela <VIRGO FIDELIS> en la Feria del Libro de Jaén. Bueno
será decir que entre las páginas de esa novela −nominada por el Ministerio de
Cultura para Premio Nacional de Literatura en modalidad “narrativa” 2021−
escondí la historia de una saga familiar en la que sus mujeres, durante
generaciones, repiten una interminable historia de amores desastrosos y pasión devastadora,
en un contexto histórico convulso y muy cuidado, que transcurre en una
incipiente Italia, una Colombia siempre dolorida y −¡cómo no!−, algún lugar más
o menos reconocible de esa tierra mágica que es SIERRA MÁGINA. No revelaré
dónde está, porque cada cual tiene su propio espacio mítico; pero deben creerme
cuando les digo que esa “Huerta del Picazo” existe, aunque no con
semejante nombre. Y que “La bien plantá”, la oliva que elegí como narradora
omnisciente de lo que pasó bajo su tronco a lo largo de cuatro generaciones,
también existe. ¿Quién mejor que uno de nuestros emblemáticos árboles jienenses
para contar nuestra historia y la de los personajes de la novela?
Permitánme que
saque de <VIRGO FIDELIS>, la novela de las fidelidades imposibles,
el primer capítulo, en el que La Bien Plantá comienza a contar la
historia con ese lenguaje nuestro, del que muchos dicen que es tan cazurro
como sabio.
I.
LA BIEN PLANTÁ’
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas.
ROMANCE SONÁMBULO. Del Romancero
Gitano. (F. García Lorca)
Si he de presentarme, diré que soy una oliva más anciana de lo que
aparento, y conocedora por tanto de todo lo que en mi alrededor sucedió y debe
contarse para que el ama, y quienes la acompañan, puedan hallar consuelo en el
revivir de la memoria desde hace más de un siglo.
Entre lo que una servidora refiera, y lo que arrimen otros de aquí y de
allá, podrá discernirse sobre lo que por deseparado
tiene poco fundamento, aunque, con mayor o menor talento, ande en boca de todos
de generación en generación. Y por comenzar de alguna manera, comenzaré a
referir lo que conozco en el mismo momento en que principió mi andadura en esta
asombrosa esquina de la huerta del Picazo desde la que sigo guardándole los
rumores al río y el sosiego a los que a mi vera descansan a la postre tras de
tanto penar.
Ya no se hace así, como lo hizo el ama, doña Patricia, forzándome a
brotar de cuatro estacas como cuatro soles, y a crecer con la misma robustez
que dicen que tienen las olivas que hay plantadas en el Huerto de los Olivos,
que van para más de dos siglos, y siguen dando aceitunas como el primer día.
Según dicen, ahora, para plantar un olivar, el personal se alarga al vivero y
se apaña los plantones emergidos de una vareta nebulizada de hormonas
enraizantes -que es como le dicen a lo que les echan para que les espesen las
raíces-. Vienen esas olivillas, las pobres mías, todas igualadicas, con un solo
tallo estirado hacia arriba, más largas que una espingarda, con una galanura
aparente pareja a su endeblez ostensible, embutidas en sus bolsas de plástico
negro, que da el servicio que da mientras brotan los tallos; y luego, cuando
llegan los plantones al tajo, se queda el plástico esturreado[1] por mitad de las hazas como
una pejiguera más perdurable que la vida eterna de la que habla el Credo antes
de cerrar con el amén. Eso sí: se ahorran la tarea de tener que despatillar[2] las ramas sobrantes, cosa que
no sucedió conmigo. Que para ser lo que soy, tuve que aguantar año tras año la
hachuela en cada una de mis estacas, sacrificando lo que me sobraba y me
chupaba la savia sin provecho, dejándome un sólo pie por cada uno de los
chiquillos del ama, según había meditado de antemano. Pero bueno será que me
explique mejor.
Para quienes conocen la zona, no les será trabajoso saber de dónde estoy
hablando; pero no quisiera yo mentar con precisión y nombre propio mi asiento
exacto, no sea que a alguien le dé por publicarme como a una rareza, y se líe
la procesión de visitantes que ahora tiene que aguantar mi colega, “el olivo
caracol” de la Axarquía, a donde no paran de llegar en peregrinaje todos los
buscadores de extrañezas, sin reparar en dónde se orinan para no provocar
secarrales. Sin embargo, no tengo empacho en decir que me oculto en un lugar de
Sierra Mágina al que voy a mentar solo como “Pueblo”, donde no me falta ni el
sol del amanecer, ni la sombra del poniente, ni el murmullo de un río herido de
muerte y de estiaje, ni la helazón de inviernos despiadados ni las calorinas de
agostos, que parecen condenaciones en busca de ánimas en pena.
La huerta en la que estoy desde hace ya casi dos siglos la compró el ama
a su manera, como tantas de las que se compraron y cambiaron de mano por
entonces, cuando los bancos eran cosa escasa y de gente de capital, y en los
pueblos como este Pueblo, si a alguien le faltaban los dineros contantes y
sonantes para seguir comiendo caliente, o para una perentoriedad, tenían que
alargarse a donde los más acomodados guardaban los reales, a pedirles un alivio
de miserias, poniendo como garantía del empréstito cualquier huerta, haza o
fanega de tierra que tuvieran con papeles más o menos en regla. Luego, como
pasa ahora, si se cumplía el vencimiento acordado sin que viniera repuesto de
dineros, los prestadores arreglaban los papeles del pedazo de tierra poniéndolo
a su nombre, y daban por pagado débito, ganando unas veces y perdiendo otras,
que de todo había.
A pie llano se entra a la huerta por la parte de arriba, la que linda con
el caz hacia el poniente. Por abajo, en su vertiente enderezada al levante,
tiene la huerta un repecho en civanto[3],
a manera de otero en altillo, de tal manera que todas las olivas que en ella
quedamos por encima podemos presumir de estar en suelo parejo y regular, aunque
contiguas y abocadas sobre la ladera que va a caer sobre el soto del río por
una de las esquinas, la cual, al doblar hacia la trocha que sube por la parte
izquierda, la del sur, va igualándose de tal manera que, mientras esa esquina
tiene más de siete u ocho pies de altura sobre el camino, poco a poco se va
venciendo el desnivel, hasta lograrse el poder entrar a pie llano a eso de seis
o siete varas más arriba. Vaya, que por la parte que da al río, es como un escalón
en repecho de dificultoso acceso. Fue precisamente a esa esquina en balconada
de la huerta, dominante sobre el desnivel del camino, a la que el ama le echó
el ojo desde el primer momento para unas intenciones suyas todavía no muy
precisas.
La cosa sucedió el mismo día en que el ama y la entonces dueña del
terreno se dieron la mano como hacían los hombres de por aquellos tiempos para
cerrar cualquier trato, consintiendo la propietaria en traspasar la titularidad
al ama y ésta en rebajar el empréstito hasta lo poco que valía la huerta del
Picazo, y que no alcanzaba ni a la tercera parte de lo que ella había prestado
a la Cosia -que así se llamaba la que recibió los dineros tres años antes para
tapar las necesidades y las briegas[4] del diario vivir, sin poder
juntarlos ya para liberar aquella huerta que no le traía más que disgustos,
deslomamientos de su hombre y sinsabores de maleantes robándoles la poca
aceituna que aquella tierrecilla daba, año sí, año no.
No había visto antes el ama
la huerta sino en los papeles que le dicen del catastro, y que no tengo yo
claro si fue el del tal José Patiño Santine o el del Marqués de la Ensenada[5],
sin que semejante conocimiento arrime algo al desconocimiento que ella, la
nueva dueña, tenía sobre su nueva adquisición; así que tras soltar la mano de
la Cosia, quedando ya como poseedora del predio, le faltó tiempo para aparejar
con bríos propios su potro, -el Nublos que le decían, de seguro que por su
negrura semejante a la noche, aunque, como la mayoría de los caballos negros,
al nacer tuviera un pelaje entre gris y blanquecino- y cabalgó con una
gallardía más propia de macho galán que de señora ama de su casa y hacienda,
descendiendo desde su cortijo, por la Cañada Lobera, según las indicaciones de
los papeles, primero en cuesta abajo y una miaja hacia la izquierda hasta
llegar al río, y luego de atravesar las aguas, que por entonces eran una
plétora de tal bravura que hubo de averiguarse por donde quedaba el vado que le
permitiera al Nublos cruzar sin peligro de descabalgar al ama con un pingo de
susto, echó camino arriba hasta que el farallón del picazo, con su saliente
esquinada en la singular huerta del mismo nombre, le indicó que estaba en su
nuevo dominio.
No andaba el ama por aquel entonces tan vencida de ánimo como lo estuvo
algún tiempo antes, cuando se le torcieron las cosas de los apegos del corazón;
pero sí que llevaba en ella los suficientes rescoldos de melancolía como para
querer demorarse en las soledades del entorno a tantear recuerdos, sin testigos
ajenos que pudieran presenciar cualquier desmande de sus lágrimas. Echo pie a
tierra sin dar muestras de resentirse del parto con el que había traído al
mundo al nene, su cuarto retoño, y se puso a patear sin priesas la escasez de
su reciente hacienda, mojonada con precisión en sus propios linderos: la linde
del poniente se hacía visible por un empinado reborde contiguo con otra huerta
semejante, y ambas separadas por un caz, que daba alegría escucharlo en su
murmullo sin tregua, en cuyas orillas crecían junquillos, cola de caballo y
otros yerbajos jugosos; la linde del norte, perpendicular al río, dominaba y se
desplomaba en un menguado talud sobre una tercera huerta mejor cuidada que la
que como propia pisaba el ama; y ya de remate, arrancaba aquel camino en forma
de hoz, que ceñía los linderos del levante y del medio día, realzando el
poderío de esa esquina en alto, que parecía un púlpito sin barandal desde el
que echarle prédicas al río para acallarle rumores y perdonarle alborotos, y
que de seguro que le condicionó el nombre del Picazo al terrenillo que formaba
la huerta entera que hasta hacía poco había sido de la Cosia.
No le desoló al ama ver
que, quitados los márgenes del caz, allí, más que una huerta en condiciones, no
hubiera más que cardales y pinchos; y más que olivas, lo que remoloneaban,
malvivían y ocupaban la mayor parte del terreno fueran una veintena de
pitronchos[6],
con los troncos carcomidos de desidia de hachuela, y el ramaje empolillado de
palomilla. Por alguna sinrazón que no se paró a considerar, no fuera que le
entraran las melancolías, aquel pedazo de tierra le recordó sus comienzos,
cuando quiso vivir y mantenerse por su cuenta, sin echarle cuentas a los muchos
dineros que pudieran venirle de su ostentosa dote o a los abundantes doblones y
Amadeos de su marido, en la creencia de que así se redimía del desamor que por
él le entró cuando la vida, en mala o en buena hora -de eso no tenía certeza-
puso en su camino a aquel cautivador trotamundos de paso, al Ludovico, a quien,
como era de razón, tantísimo se asemejaba la hija mayor, al contrario que sus
otros tres hijos, aunque tal hecho nadie se atreviera a mentarlo de frente si
no era en murmullos de taberna, en cuchicheos de plaza de abastos, en un aparte
de lavadero público o en un desmande de resoli de butifuera[7]. Como pudo por entonces, en
cuantico nació la nena grande, puso en el olvido su empeño por arrancarse del
alma la evocación de las caricias que habían encalambrado sus pulsos a la hora
de su engendro, y fue metiendo en el cuerpo la necesidad de ir relegando
añoranzas a fuerza de trabajar de sol a sol como una aldeana más, sin temerle a
la intemperie de estos lugares que, sea verano o invierno, no conocen la
clemencia. Eso sí: por muy andrajosa que fuera su atavío durante el día, al
caer de la noche el ama recobraba el porte y el señorío de su crianza. Subía a
su alcoba, se quitaba las sayas percudidas del légamo de las acequias, o
perdidicas de hojuelas de “amor de hortelano[8]”, de caíllos traicioneros o
de pegajosas espiguillas de mijera; luego se metía en cueros, como su madre la
echó al mundo, en el balde que le preparaba su inseparable servidora, Isabel
Adoración, a quien le aligeraron el nombre mentándola como la Isadora; y, después de dejarse enjabonar por la criada, y de frotarse con tiento
ella misma con ramillos de alhucema, con basilisco, o con cáscaras de toronja,
tomaba de su tocador el esenciero y ponía tras sus orejas, entre sus senos y en
los pulsos, algunos livianos toques de aquel perfume que había traído de su
viaje al sur de Francia: Eau de Cologne Imperiale, fabricado por el joven químico
Guerlain, y regalo de Ludovico, el viajero de paso, cuyo olor a “hombre de su
vida” fue el que la mantuvo en pie tantos años más a pesar de todo el trasiego. Luego, siempre ayudada por la Isadora, se engalanaba cuidadosamente con
sus más finos atuendos, y descendía hasta el cenador de la gloria, donde ya
esperaba don Miguel, su esposo, balanceándose en la mecedora del rincón de la
estufa, dispuesto a despachar la cena sin poco ni mucho apetito, escasos
ademanes que dieran razón de su talante y menos conversación. Cuando el ama
llegaba al final de la escalera, el hombre se levantaba de la mecedora con
cierta dificultad por la molestia de sus botines eternamente desabrochados, que
parecía costumbre y herencia de familia; la invitaba a pasar al comedor delante
de él con un leve gesto de eterna y afligida cortesía, rodeaban aquella mesa
demasiado grande para ellos dos, se sentaban frente a frente, divididas las
miradas por elegantes velones traídos desde Lucena, y comían despaciosos,
guardando ambos un conciliador silencio del que, con el tiempo, se fueron
batiendo en retirada tanto el primitivo reproche del hombre, sabedor de su seguramente
merecido relego, como de los últimos restos de pesadumbre y de culpa del ama. A
veces les llegaba desde el comedor de los niños el bullicio propio de quienes
aún no tienen por qué guardar silencio, ni sentirse pesarosos; pero ellos dos
no se movían de sus asientos, absortos en el ceremonioso ritual de la cena,
dejando que fuera el servicio de la casa quien se ocupara de la algarabía de la
infancia, cuyo fragor no logró nunca acallar sus propios rumores internos.
En efecto, esa primera
tarde en la huerta del Picazo, y sin saber muy bien por qué, al ama se le
estaban viniendo a la memoria los más tiernos recuerdos de su encuentro con
Ludovico, el viajero de paso, y las más sañudas decisiones de las que tuvo que
echar mano para tratar de borrarlo de su memoria. Pero la memoria seguía
siéndole díscola. Allí estaban esas pobres viejendades,
simulando ser olivas, y agarrándose a una vida sin futuro si ella no lo
remediaba. La tierra era pedregosa y áspera, aunque su color pardo, unido al
rumor de la acequia por encima y al verdegueo de yerba rampante, apalabraban
fertilidades ocultas. El ama paseaba de acá para allá por la huerta, llevando
al Nublos de las riendas, y calculando cómo haría crecer en aquella tierra, con
semejante catadura estéril, un amago de vergel para el uso de la casa en lo más
cercano al caz, y su mejor y más recóndito olivar. No, no iba a arrancar
aquellas olivas que se caían de viejas. Se trataba de sanearlas, como ella se
había saneado malamente el corazón a fuerza de cortar el ramaje de los
recuerdos y de chaspar[9]
renuevos improductivos. ¿Acaso no había saneado ella otras olivas en peores
condiciones? Mientras dejaba que los troncos de las añosas olivas respondieran
a su distraída caricia con una aspereza inmisericorde, sus evocaciones
regresaban al borde de un remate de camino polvoriento y soleado, en algún
lugar en barranquera a las afueras de Roma, donde el viajero de paso, conocido
por entonces desde hacía bien poco, le mostró el bellísimo olivo milenario bajo
el que ambos yacieron aquella tarde como si la vida se hubiera detenido en un
instante. El viajero de paso, que venía del norte de Italia, e iba no se sabía
bien a dónde en cuanto los medios y la última determinación se lo permitieran,
entendía mucho de olivos. Él hablaba de los olivares del norte de su país, y le
contaba cómo había que plantarlos, mantenerlos y podarlos para que dieran
rendimiento.
No; a estas olivas de su huerta -pensaba ahora
doña Patricia- no tendría que clarearles la copa, porque estaban tan escasas
que apenas daban sombra. Ni siquiera tendría que ocuparse de mandar chasparle
las pestugas, porque esas olivas, de repente tan suyas, habían ahorrado las
pocas energías que les permitió tanto descuido para seguir manteniéndose vivas
a costa de no echar varetas que les chuparan la vida. “La vida fue lo que me
chupó a mí la nena al anunciarse dentro de mis entrañas cuando no había
disculpa a la que agarrarse para dar razón de su llegada” -caviló el ama,
recordando la cara de su entonces prometido la noche en que, tras el viaje de
la mujer a Italia, supo de su preñez, sin retirarle por tan infame sinrazón la
promesa de matrimonio, ni agregarle descargo con dichos inútiles. A fin de
cuentas, ambos dos tenían un mismo recorrido que sólo el silencio que aquella
noche se instaló entre ellos para el resto de sus vidas pudo apaciguarle a uno
y otro las lacerantes querencias de lo ausente prohibido. Solo ese silencio
consiguió darles alientos para seguir con la prudente rutina de una vida en
común, en la que la nena que venía de camino tuviera a quien mentar como padre,
y donde ellos dos encontraran perdones mutuos que no llegaron nunca del todo.
De cómo vinieron los otros tres hijos comunes no es cosa que al ama le gustara
representarse, sin poder ignorar que de seguro que el padre, su esposo ante
Dios y ante los hombres, mientras los engendraba, estaría pensándose en brazos
de la hembra a la que tuvo que repudiar algún tiempo atrás por no ser de su
condición, mientras ella se refugiaba en sus lacerantes recuerdos de hacía bien
poco con la misma intensidad con la que imaginaba el olivo del barranco de las
afueras de Roma.
Pensando en aquí y en allí, y ahogando eternas soledades, llegó el ama
hasta el filo del talud, el picazo, donde la huerta hace esquina, y se
retuerce. Se apostó de cara al sol poniente, teniendo delante de sí el panorama
de esperanzada desolación de aquellas olivas llenas de tanta necesidad de
atenciones como ella misma, y se refugió en el contraluz para que el sombraje
le redimiera del llanto que le caía de sus ojos como un amago de riego a
destiempo sobre tanta sequía de afuera y de adentro. Las sombras de las olivas
se apretaban ahora, unas contra otras, junto a ella, como en escalofríos, sin
apenas conseguir darle cobijo a pesar de estar a contramano del sol poniente.
Se arrodeó hacia el picazo. Solo esa esquina de la huerta abocada sobre el río
permanecía desocupa, sin que el cultivo de ningún árbol le hubiera dado
provecho a más de siete varas cuadradas en que se extendía aquella terrazuela
desierta. Midió el terreno a zancadas. En efecto, allí la cabida era la justa
para una oliva más de cuatro pies, y aún sobraba sitio para algunos otros
menesteres. Satisfecha, no le costó al ama ningún trabajo soltar las riendas
del potro, y dejarse caer cuan larga era sobre la solana yerma. ¡Cómo era
posible ‑se admiraba- que en tan escaso terreno como era el de la huerta,
alguien hubiera dejado semejante desaprovecho!
A su lado, el Nublos
relinchó con mansedumbre, agachó su pescuezo hasta donde el ama revolvía pensamientos
erráticos, rozándole el costillar con sus belfos, y comenzó a cabecear arriba y
abajo como si estuviera asintiéndole a las cavilaciones de su dueña.
-Eso es, Nublos, tú sí que
me entiendes; este pedacillo de terreno está pidiendo a voces mi presencia en
tiempos de duelos, tanto como se ofrece a la par y sin reservas para que la
nena y sus mediohermanos tengan cada uno de por vida las panillas[10]
de aceite precisas para el gasto del año. Un pie de oliva por cada hijo es lo
que falta aquí.
El regreso al cortijo del Aire, con la noche ya metida en faena, fue como un
encarabajinado de pensamientos bulléndole al ama dentro de la cabeza y
encalabrinándole las finas patas al Nublos. Luego, mientras se estaba ataviando
para la cena, se sintió desfallecer cuando, al tomarlo de encima del tocador,
se le escurrió de entre las manos el esenciero donde guardaba el Eau de Cologne Imperiale que hacía tanto
tiempo le obsequió el viajero de paso. Toda la alcoba se llenó del perfume de
otros tiempos no tan lejanos. Era como si el viajero de paso regresara desde
algún lugar de las nostalgias para ratificar con su presencia balsámica la
pequeña y última locura del ama: pan y aceite para sus cuatro hijos de por
vida, con una sola oliva de cuatro pies. Perfecta disculpa con la que buscarse
aislamientos con los que purgar presencias y añorar ausencias.
Al día siguiente, sin que marzo hubiera
despuntado todavía, el ama comenzó a dar órdenes a los jornaleros del cortijo
como si ya le faltara tiempo. Fue así como ella mando cortar cuatro estacas de
oliva, de tres palmos de largo y de una cierta reciedumbre, como de siete u
ocho pulgadas, asegurándose de que tuviera cada una de ellas por lo menos tres
brotes vivos. Con sus estacas protegidas en un cebero, y cubiertas con albardín
majado y en remojo, bajó a lomos del Nublos hasta su huerta, junto con el
manijero de la finca, quien, armado de su azada, cavó cuatro hoyos cuadrados,
con una hondura de no menos braza y media, y
otro tanto de largo en los laterales, poniendo buen cuidado de que los agujeros
quedaran en el centro de la solana del esquinazo de la huerta, y a lo menos
otra braza de distancia entre ellos. Y después de rellenarlos de tierra fina y
estiércol de caballería, ella misma, el ama, fue depositando las estacas en su
fondo y cubriéndolas de tierra, de la que les permitió asomar las varetillas
verdes. Lo último que hizo fue irle arrancando las hojuelas a las varetas hasta
dejar solamente las cuatro puntas asomando por encima de la tierra. Luego regó
cada oquedad con cubetas de agua subidas directamente desde el río, y allí se
quedó todo el día mirando aquellas pequeñeces de ramillas que, a la recacha de
las paredes de los hoyos, levantaban sus cabezuelas hacia el cielo. Llegado el
medio día, le indicó al manijero que se subiera para el cortijo y le dijera al
amo que esa noche ella no iría a dormir porque quería quedarse a cuidar de que
ninguna garduña escarbara en sus plantones o impedir que cualquier liebre
ramoneara antes de tiempo. A esas alturas de la vida, estaba en la certidumbre
de que su marido nada temía ya del viajero de paso, que jamás regresó del otro
lado del mundo. Y al ama poco le afligía que el padre de sus tres últimos hijos
buscara en cama ajena un arrimo que ella hacía años que no podía darle del todo
ni él le reclamaba ya.
Llegado el verano, el ama le mandó razón al
Carliche, el antiguo cabrerillo, actual cochero fijo de la casa y hacedor
eventual de cualquier cosa que se le confiase, para que la ayudara en su
flamante propósito. ¿Quién mejor que el Carliche para la tarea? Como hombre de
confianza del ama desde su viaje a Roma, de él se enaltecía el primor que
aplicaba en armar chozas con caña, juncos y tierra en menos tiempo de lo que se
tarda en pensarlas. Por eso le encomendó a él que le hiciera un chozo en mitad
de la punta de la huerta, de tal manera que estuviera a la altura de su
alcurnia. Eso fue pocos meses después de plantar las estacas, y cuando llevaba
varias semanas seguidas durmiendo al raso, como había tomado por costumbre
desde que por la primavera comenzara una discontinua pernocta para guardarme a
mí el sueño custodiándome el progreso, y apañarse ella silencios que tan
precisos le eran.
Era el Carliche hombre enjuto, renegrido por los
soles y las lluvias de alrededor de veinte trashumancias, lo que, contando con
que no había cumplido la decena de años cuando principio la tarea de acarrear
ganado de un sitio para otro, lo metía cercano a la treintena; de pocas
palabras y mucha brega, antes de arrancar a afanarse en cualquier tarea tenía él
por costumbre sondear el terreno con cada uno de sus sentidos; luego inquiría
lo que a bien tuviese. Y finalmente se eclipsaba durante un par de horas para
regresar con Paqui, su pollina
-Paquiderma de nombre, tomado de un circo, pero en reducción para el arreo- con
los serones cargados de todo lo preciso para alzar un amago de chamizo o de
domicilio eventual, ya fuera para rebaños, ya lo fuera para humanos.
−¿Y dónde dice usted, señorita, que se le antoja
encajar el cobijo? ‑preguntó de espaldas al ama mientras venteaba conjeturas
con las aletas de la nariz recrecidas, ojeaba de medio lado y se metía en la
boca el dedo índice, sacándolo de inmediato y enderezándolo hacia el cielo como
si estuviera buscándole las trampas a la brisa para adivinarle las intenciones.
− Éste es el mejor sitio, Carliche, aunque con
cierta separación del talud, no sea que en noches de luna nueva me traicione la
oscuridad si he de salir a cualquier urgencia, y me despeñe −respondió ella con
los ojos fijos en un paisaje que les ponía visera a los rumores del río por
debajo de sus pies.
− Entonces, en la delantera, le apostaremos a la
choza un llano de tierra apisonada, y arrimaré al frente cinco a seis mojones
que le hagan de pretil de cautela y de sitial de descanso a un mismo tiempo. Y
adentro, si yo no le he entendido mal lo que usted manda, dos particiones
independientes, separadas por una colgadura de yute, que le valgan
respectivamente de recibimiento y de alcoba; y con salida a una empalizada
trasera donde pueda tener usted su reserva para asearse si se le apetece. ¿Le
averigüé sus órdenes en condiciones, señorita?
El Carliche se fue sin esperar respuesta. Regresó
dos horas después con la Paqui
cargada de tal manera que ni los atarres de la culata se le veían, se puso a la
tarea, y no estaba traspuesto el sol aún por detrás del cerro Campanil cuando
ya la cabaña había tomado forma suficiente para que aquella misma noche el ama
pudiera dormir dentro sin tener que contarles los guiños a las estrellas sino
por las junturas de la techumbre todavía por rematar. Allí vivió, durmió y se
mantuvo firme el ama hasta que las varetas de mis cuatro estacas despuntaron y
crecieron ese verano por encima de su cintura. Para cuando comenzaron los
primeros fríos, ordenó el ama que su criada, la Isadora, y el Carliche, que
acostumbraban a quedarse allí, durmiendo en el llano en un colchón de farfolla,
o donde se les apeteciera, se volvieran al cortijo por la noche; y cuando ya
fueron las escarchas las que comenzaron a atacar las madrugadas con sus
escalofríos, incluso ella misma comenzó a dejarme sola por las noches, en la
seguridad de que ya había cogido la suficiente reciedumbre como para tirar
hacia arriba y convertirme en lo que ahora soy: una oliva de cuatro pies, de
los que durante muchos años salieron suficientes panillas de aceite como para
llenar las cántaras del año en cada una de las cuatro casas de los hijos del
ama mientras vivieron.
Con el tiempo, me enteré de que yo había sido
segregada por el ama del resto de la huerta con papeles en condiciones,
inscribiéndome en los registros por separado de las otras olivas de aquel
terrenillo, convirtiéndome en la heredad más chica que pueda pensarse. Vine en
ese conocimiento porque, muerta la señora, se alargaron hasta la huerta algunos
forasteros a hacer mediciones, y comenzaron el recuento de las otras olivas,
dejándome a mí, junto con el chozo, la higuera y el nogal, fuera del recuento;
señalaron hacia la esquina donde fui plantada y echaron una cerca de espino en
mi entorno, aislándome de las de mi especie, con la sola compañía de la vieja
cabaña del Carliche, que de bien hecha que estaba aún dio servicio a pastores
en trashumancia y a perros salvajes durante muchos años más hasta que se hizo
preciso escarbar por debajo para lo que se tenía que hacer y que no voy a
mentar todavía para no adelantar acontecimientos.
Por lo que veo en tiempo de cosecha, o de rastreo
o de poda, el pedazo de tierra que yo ocupo pareciera que ya no sea de nadie.
Como yo misma. Como mi ama, doña Patricia que, bien pensado, nunca perteneció a
nadie, quitada aquella vez en que viajó a Roma a no sé qué de santos
entredichos, de permisos y de iglesias, y solo en una ocasión, por voluntad
propia, fue pertenencia de aquel viajero errante que nunca regresó de las Américas,
ni siquiera para ver como florecía el plantón que él dejó en las entrañas del
ama, que luego creció a mi vera con el nombre de Amparillo.
Después de que faltara el ama, ni el paso de
cuatro generaciones ha venido a darme a mí una pertenencia sin dubitaciones.
Algunas noches miro por más debajo del poniente, y me pregunto si llegará
un día en que venga un alguien con papeles en los que esté yo escrita, y el
pedacillo de tierra que habito, junto conmigo, seamos de ese alguien y de los
que debajo de mí reposan.
Alguien que quiera recoger mis aceitunas para el
aceite del año.
CAMARERO
BULLÓN, C. (dir.) (2002): El
Catastro de Ensenada, magna averiguación fiscal para alivio de los vasallos y
mejor conocimiento de los reinos.
PANILLA:
·
Jarrete
de latón, o alcuza, para medir un cuarto de libra de aceite equivalente a 0,115
litros.
·
MEDIDA
DE VOLUMEN. Unidad de medida antigua usada principalmente para el aceite,
equivalente a un cuarto de libra. (Libra = a 16 onzas o 0,450/ 0,460 litros,
según lugar).
·
Olla
pequeña. Dulce que se hace en la olla. [EXPRESIONARIO DE MÁGINA]