(Crónicas politiqueras)
Hablábamos él y yo de odios, en la
seguridad de que es el sentimiento más necio del mundo, porque siempre se
vuelve contra quien lo proyecta.
Es cierto: no conozco a
nadie verdaderamente sabio que abrigue un odio propio ni se deje inocular un
odio ajeno.
Me decía un amigo de toda una vida, tan sabio él como puede serlo quien empeñó su ya largo tiempo en comprender las pequeñas cosas de la vida, que “el odio político es uno de los más necios, porque significa que el odiador se deja manipular por las agencias de creación de opinión”.
Venía esta reflexión suya a cuento
de un artículo que acababa de mandarme, y cuya primera “imagen” llegó a mi
conciencia emocional antes incluso de mirar quién lo firmaba.
Tras sentirme algo necia por mi
visceral reacción antipoiética, he leído el artículo. Hasta tres veces lo he
leído. Y he vuelto a pensar que es un verdadero privilegio llegar a este tiempo
en que se tienen amigos especialmente sabios, que dicen cosas tan lúcidas como
lo del odio político inducido, y se toman el
trabajo de enviarme un artículo que me obliga a fortalecerme en eso de que tengo
que evitar con todas mis fuerzas el acoger como propio el “odio político” ajeno,
inducido tanto por los unos como por los otros, tal que si el resto fuéramos
tontos (que, a lo mejor, lo somos).
Solo inmunizándome cada día contra
el “odio político” podré ejercer mi mejor derecho: elegir en cada momento por
sus obras, y no por sus “ventiladores”, sin que me manejen los unos y los otros
con sus sempiternas y cansinas retahílas de “mira-que-bien-lo-hacemos-nosotros
y mira-qué-mal-lo-hacen-los-otros”. (“…una de las dos Españas/ ha de helarte
el corazón”).
Claro que no puedo olvidar que el
odio político es como las ciciones. Vaya, como las tercianas: que la fiebre es
recurrente, y hay que estar tratándose los síntomas de por vida.
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