14/2001
Aún estaban los campos embarrados cuando empezaron a correrse las primeras noticias de Madre de boca en boca, en las barcas que se movían penosamente por entre los canalillos de lodo que había dejado la retirada de las aguas. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era pura desolación; y hasta donde alcanzaba el olfato, era el pestazo de la propia muerte el que se hacía presente pudriéndose en aquellas aguas crecidas.
Los de las barcas hacían su trabajo con esa desgana que vive siempre al lado del desespero, porque espigar estertores y pestilencia siempre ha sido faena canallesca. Y no parecía que se pudiera encontrar mucho más entre aquel lodazal después de más de cinco semanas de inundaciones; que se juntaron en tromba las aguas que azotaban desde los cielos con las que empezaron a brotar de las simas más oscuras de la tierra por agujeros y bocas que nadie había visto abiertas antes de aquel temporal y a la postre se tragaron el Valle en una sola noche.
Durante muchas horas, después de la riada, no vimos otro color que el de la tormenta, ni más lejos de dos a tres cuartas. Por el retumbar de nuestro alrededor, nos íbamos percatando del arrebato con que transitaban aquellas aguas. Y por el bramido con que pasaban nos figurábamos que sólo los brazos más recios podrían aguantar tanto tiempo de agonía agarrados a los árboles o a las estacas que se nos habían cruzado cuando las tolvaneras de la primera tromba empezaron a arrastrarlo todo.
Esos pensamientos empezaron a encogerme las agallas y a llenarme las carnes con un agobio como nunca había tenido hasta entonces, pero no estaba por dejarme ver en el trance de que la aflicción me tumbara y se dieran cuenta de que todavía no era un hombre, aunque me hubieran puesto ya mis primeros calzones largos.
Al ensordecedor bramar de la riada le había seguido un silencio sombrío y premonitorio, quebrado, de poco en poco, por quejidos apagados o por confusas llamadas de auxilio brotando de entre el embarrado desconsuelo de los pocos remanentes de matorrales que habían quedado en pie por los alrededores. Desde el suelo lo único que subía era el vaho de la muerte.
Cuando las aguas empezaron a menguarse y los nublos a esclarecerse, las copas de los árboles se presentaron como si fueran nidos deshilachados, asaltados por chocantes cigüeñas con maneras humanas. Luego, no sé cuánto tiempo después, empezaron a aparecer barquillas cargadas de sombras pardas hurgando entre el cieno con sus pértigas por si, entre tanta hinchazón flotante, encontraban algo de vida. Pero la braveza del aguacero se había estirado más allá de cualquier aliento de esperanza; y los fontanares, que de pronto habían salido a borbotones de debajo de la tierra, se habían conjurado de semejante manera con lo que el cielo espurreaba que en pocas horas el Valle se convirtió en una avalancha rabiosa que le pedía cuentas a los paisanos por los árboles que le habían robado con sus hachas, y a los cabreros que se habían llevado en las quijadas de sus cabras la raigambre de la tierra.
Aún estaban los campos embarrados cuando empezaron a correrse las primeras noticias de Madre por entre aquel desconsuelo pardo y empapado.
Arrancó desde las barquillas más lejanas que escarbaban en la parte baja, donde la rambla se abre en abanico dándole salida al Valle; y empezó a subir, de barca en barca, hasta la estaca donde los dos estábamos todavía amarrados con la maroma que Padre agarró en el establo antes de que la riada nos volcara la cubeta en la que estábamos ordeñando a LaLucera, y arrastrara todas nuestras cosas, incluida Madre, barranco abajo, camino de la mar.
Yo no sé decir por qué, pero sabía que el murmullo que venía desde allí abajo hablaba de Madre. Esas cosas se saben. Y cuando me asomé a las pupilas de Padre, divisé en la hondura que él también acechaba como nuestro aquel siseo enfangado.
Aunque de todo lo que había sido nuestro no quedaba otra cosa que la estaca en la que Padre y yo estábamos amarrados, yo no quería llorar. El aguacero había desecho nuestro chamizo y había arramblado con nuestras pertenencias de un sostrazo; y lo que más me dolía era el recuerdo de los ojos grandes y amilanados de LaLucera cuando la arrebató la crecida mientras la estábamos ordeñando. Pero, como hogaño me había puesto Madre calzones largos, yo ya era demasiado grande para meterme en lloros.
En llegando el rumor hasta las barquillas más cercanas, aunque nadie mentaba con fijeza lo que pasaba ni sabían darnos razón del porqué nos buscaban a nosotros, ya no se nos alcanzó ninguna vacilación. Lo que fuera que hubieran encontrado allí abajo nos pertenecía. Yo miraba el porte entero de Padre y me tragaba como podía mis congojas.
−¡Venga!, desatad a ésos deseguida, −decían desde las barcas más retiradas−, que hay que llevarlos allí abajo; y la aprensión nos reconcomía los entresijos porque aquella bulla le robaba el silencio a la muerte podrida mientras Padre y yo nos desalentábamos en el empeño de desamarrar el nudo de la soga que se había enreciado con la cellisca.
Cuando nos metieron en la barca, el cuerpo me empezó a tiritar de tal manera que hasta parecía que iba a volcarla con mis espeluznos. Padre, para dispensarme de parecer cobarde, dijo que sería del relente que había pillado con la atadera, y yo dije que eso sería. Pero yo me sabía para mis adentros que lo que me espeluznaba por igual era el miedo a no poder sujetarme las penas para mí sólo y el pensamiento de lo que nos esperaba allí abajo, en lo hondo de la barranquera.
Según avanzaba la barca cieno abajo, yo alargaba la vista por si entre los enganches de los matorrales podía avizorar algún resto de LaLucera, que tan buena leche nos había dado. Y con la pena de LaLucera se me menguaba la desazón de lo de Madre y aguantaba como un hombre junto a Padre.
Los de las barcas se pasaban entre ellos mandados y rumores sin mucha fijeza, y cuando sonsacábamos del porqué nos llevaban a nosotros, nadie sabía precisarnos la razón y solamente nos decían que los de lo hondo de la rambla habían dicho que si nos encontraban vivos que nos bajaran allí. Si dijera la verdad, con el estrago que se veía y se olía por los contornos, y la congoja que se me estaba metiendo en las entrañas, yo no le encontraba ya ventaja a estar vivo.
Con tales titubeos, a Padre se le había quedado el gesto pasmado, como si se estuviera yendo a otro mundo; y yo no hacía más que pensar en quien nos iba a apañar el almuerzo cuando las aguas bajaran ahora que a Madre se la había llevado la riada. Luego, para no pensar en Madre, volvía a buscar a LaLucera a mi alrededor con los ojos llenos de agonía.
Me pienso que fui yo quien lo escuchó primero, aunque, por la cara de Padre, a lo mejor lo oímos a la par. De lo que sí me recuerdo como si fuera ahora mismo es de que los nubarrones que aún quedaban rezagándose a nuestras espaldas se esclarecieron como una madrugada de verano.
Padre me sintió el golpeteo del corazón, y yo sentí el traqueteo del corazón de Padre cuando, según nos íbamos acercando a la rompiente de las olas, donde el barrizal empezaba a clarearse, alguien gritó desde una de las barquillas más lejanas:
−Así que los habéis encontrado vivos. ¡Estaba de Dios! Sería su sino entre tanta calamidad. Venga y traerlos de una vez, que la mujer del Cabrero ha parido en la copa de la higuera vieja, más sola que la una, y se le va a helar la criatura si no juntamos a la familia. Y que no le hará mal al rapaz, después de tanto barro, echarle una ojeada a un hermano que tiene la color de los albaricoques manque le haya nacido entre los juncos como los moiseres.
Cuando me acerqué y le vide la cara al rorro, tenía los ojos más abiertos que LaLucera por las mañanas, cuando le echaba el maíz fresco en el pesebre, desde la piquera. Entonces, yo que había resistido toda la travesía en la barca mordiéndome la fatiga por dentro sin decir esta boca es mía, ya no me pude aguantar más y me eché a llorar sobre el mandilón empapado de Madre, metiendo mi cabeza por los resquicios que me dejaba en su regazo el nene recién nacido. Y cuando me dijo que no estaba bien que un hombretón como yo se pusiera a llorar como si fuera un mamoncillo, me sacudí la vergüenza diciendo:
−Si es que me da mucha tristeza pensar en el hermanillo; no te vayas a pensar que es por otra cosa; que sin el arrimo de LaLucera, ¿cómo vamos a apañarle las sopas al angelico? ¡Mira que ponerse a venir al mundo con las aguas crecidas...!
CasaSoto; Julio 2001
MADRE TIERRA, QUE ESTÁS DOLORIDA
Marzo/2001
Madre Tierra, que estás dolorida:
desde mi propia tristeza te saludo.
Tengo la carne vieja y macerada en años
y los ojos abiertos al paso de la vida.
Tengo el tiempo contado. Cada vez más escaso
y me voy resignando al destino del hombre:
retirarme del mundo antes de conocerlo.
Madre Tierra, que vives cansada
de soportar el peso insensato y penoso
de unos seres humanos, rudos y enloquecidos:
bendita sea tu humilde calidez primitiva
que tus brazos me ofrecen con profunda fragancia.
Regresaré a tu vientre convertida en cenizas
y escalaré el espacio, diluida en la savia
del Olivo perdido que rescaté del nicho
donde dormía asustado un sueño prematuro.
Subiré por sus ramas, seré jugo en sus hojas,
cada vez que el verano regrese hasta la Casa,
y en vegetal mirada acecharé los barcos
que confunden la línea azul del horizonte
como gaviotas grandes volando hacia sí mismas.
Madre Tierra, que estás fatigada,
que toses, y te agitas, y vomitas tu espanto,
y abrazas a los hombres con tu abrazo de muerte
dejándolos dormidos en tu seno hacendoso.
Déjame confundirme con tu denso latido
y ser réplica muda de tu desasosiego.
Lloraré sobre ti, porque te estás ahogando.
Y tú recogerás mis lágrimas de vieja
que se solidifican como escarcha salada
sobre tu piel espesa madurada en desastres.
Y con hilos de yedra las irás enhebrando
haciéndote con ellas ajorcas y pulseras.
Luego, de madrugada, como amante graciosa,
lucirás, seductora, su brillo en el rocío.
Bendita Madre Tierra, de agrietado regazo:
yo bendigo los años vividos en tu entorno.
Y le perdono al tiempo que haya sido tan corto
pues será el tiempo eterno cuando vuelva a tu vientre.
Y le agradezco al Árbol que me preste sus ramas
para subir por ellas y poder contemplarte
cuando después de muerta me incorpore a la vida
diluida en la savia del inmortal olivo
de la Fuente del Ángel que llora en Marineda.
Gaviola de Aznaitín 26.3.2001.