203/2024
Hacerse el TristeResante, impostando tristezas falsificadas, es otro de los extravíos de quienes barajamos y repartimos musas encima de un papel en blanco como quien reparte naipes sobre un tapete verde. Porque, créanme: el TristeInterés resulta frontalmente incompatible con el mínimo pudor literario exigible desde la genuinidad. Y, además, quitados los ChupaKleenex, que tienen su propio público llorón por cuenta ajena, los TristeResantes con su prosopopeya, acaban por espantar a potenciales leedores de abolengo con más eficacia de la que pueda desplegar el humo de un zarzal en llamas aventado delante de un avispero.
Si hay algo en lo que es necesario usar un lenguaje contenido y sugerente es en la narrativa o en la poética de la congoja. Cualquier ostentación demasiado evidente, o ruidosa en demasía, causa una insoportable urticaria neuronal en los lectores y, a poco de arrancar −la lectura, claro− les mete la marcha directa a las ansias de sacudirse a zurriagazos la aflicciones ajenas.
Lo peor es que se van para no volver.
Con la narrativa de la desdicha propia pasa como con el apareamiento: todos estamos más o menos abocados al acto de gozar o padecer; pero pocos están en condiciones de asistir a la puesta en escena de tales zarandajas como meros espectadores. Esa misma comparativa me vale para enfrentar visualización coital con exhibicionismo de pesadumbres. En cuestiones de trajines eróticos no es lo mismo un buen revolcón que una “autogestión” solitaria, por muy placentera que pueda ser esta última. Como no es lo mismo asistir al interlineado de una pena de verdad que a un lloriqueo de compromiso. O de cargante y fácilmente detectable corta-y-pega.
Por eso pienso yo −y usted no tiene por qué pensarlo− que, quienes escribimos, debemos estar bien atentos a no confundir erotismo excitante con ordinariez pornográfica; ni pena genuina con gimoteo de ojo seco.
La tristeza genuina se percibe entre líneas hasta por el menos avisado. Lo otro es plañiderismo puro y duro que, como mucho, sugiere la proximidad de cadáver −léase libro− en descomposición.
Como siempre que escribo sobre los Mandamientos de la Ley del Escritor, me afano en aplicarme el cuento, no sea que yo sea la primera en cometer esos pecados capitales épicos, que es de lo que se habla en realidad cuando se mientan mandamientos literarios.
Que, a estas alturas de la vida, guardo ya más de dos o tres docenas de desolaciones en la despensa de seguir viva, dispuestas al alarde narrativo, nadie puede negarlo sin incurrir en el mismo desafuero tontorrón de esos cerriles negacionistas del cambio climático. Como tampoco me atrevería yo a negar que, de vez en cuando, y cuando más gente hay a la espera de la templanza, me acomete a mí la flojera de las congojas, y me entran tales ganas de darle suelta a la lágrima encima de un folio escrito que me las veo y me las deseo para alcanzar a ponerles tapirujos de urgencia en lugar de ir por ahí echando mis escritos en autorremojo, tal que si fueran garbanzos de potaje de cuaresma.
Como decía mi compañero eventual, −el que se fue al otro mundo antes de aprender a hablar con maneras inclusivas−, “para hacer desatinos, no hay como los literatos y los chinos”. (Con perdón de los chinos). Y algo tenía que hacer yo como eterna aprendiz de literata…
¿O no…?
Y en ello estoy.
Por si le vale a alguien, he aquí mi receta casera, la que me aplico para escribir sobre tristezas sin que lo escrito suene a hueco como suenan las tripas encasquilladas por un intempestivo cólico miserere:
Contra el vicio de lloriquear está la virtud del payaseo.
Dicho de otra manera: si hay que ponerse a garabatear con lo triste, pues se cuentan los hechos causantes de la desolación −narrativa− sin llorarles; vaya, sin anegarles el contorno a chorreones −calificación−. A poder ser, −que siempre pudiera intentarse− se intercalan apenas unas hebras de humor casual. −¡Ojo!: digo “humor”; no chocarrería− que airee cualquier eventual turbación en el ambiente creado. Luego, se cierra el duelo sin ensañamiento, con dignidad y sin abundancias. Y que sean quienes leen los que se encarguen de soltar el trapo si así se les antoja, postrados ante la palabra “FIN”.
A fin de cuentas, son los lectores quienes tienen el derecho a valerse de sus propias lágrimas en lugar de verse forzados a usar los cuentagotas de lacrimatorios ajenos
FIN
En CasaChina. En un 28 de Noviembre de 2024
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