LA
BIEN PLANTÁ’
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas.
ROMANCE SONÁMBULO. Del Romancero Gitano. (F.
García Lorca)
Si he de presentarme, diré que soy una oliva más anciana de lo que
aparento, y conocedora por tanto de todo lo que en mi alrededor sucedió y debe
contarse para que el ama, y quienes la acompañan, puedan hallar consuelo en el
revivir de la memoria desde hace más de un siglo.
Entre lo que una servidora refiera, y lo que arrimen otros de aquí y de
allá, podrá discernirse sobre lo que por deseparado
tiene poco fundamento, aunque, con mayor o menor talento, ande en boca de todos
de generación en generación. Y por comenzar de alguna manera, comenzaré a
referir lo que conozco en el mismo momento en que principió mi andadura en esta
asombrosa esquina de la huerta del Picazo desde la que sigo guardándole los
rumores al río y el sosiego a los que a mi vera descansan a la postre tras de
tanto penar.
Ya no se hace así, como lo hizo el ama, doña Patricia, forzándome a
brotar de cuatro estacas como cuatro soles, y a crecer con la misma robustez
que dicen que tienen las olivas que hay plantadas en el Huerto de los Olivos,
que van para más de dos siglos, y siguen dando aceitunas como el primer día.
Según dicen, ahora, para plantar un olivar, el personal se alarga al vivero y
se apaña los plantones emergidos de una vareta nebulizada de hormonas
enraizantes –que es como le dicen a lo que les echan para que les espesen las
raíces–. Vienen esas olivillas, las pobres mías, todas igualadicas, con un solo
tallo estirado hacia arriba, más largas que una espingarda, con una galanura
aparente pareja a su endeblez ostensible, embutidas en sus bolsas de plástico
negro, que da el servicio que da mientras brotan los tallos; y luego, cuando
llegan los plantones al tajo, se queda el plástico esturreado
por mitad de las hazas como una pejiguera más perdurable que la vida eterna de
la que habla el Credo antes de cerrar con el amén. Eso sí: se ahorran la tarea
de tener que despatillar
las ramas sobrantes, cosa que no sucedió conmigo. Que para ser lo que soy, tuve
que aguantar año tras año la hachuela en cada una de mis estacas, sacrificando
lo que me sobraba y me chupaba la savia sin provecho, dejándome un sólo pie por
cada uno de los chiquillos del ama, según había meditado de antemano. Pero
bueno será que me explique mejor.
Para quienes conocen la zona, no les será trabajoso saber de dónde estoy
hablando; pero no quisiera yo mentar con precisión y nombre propio mi asiento
exacto, no sea que a alguien le dé por publicarme como a una rareza, y se líe
la procesión de visitantes que ahora tiene que aguantar mi colega, “el olivo caracol”
de la Axarquía, a donde no paran de llegar en peregrinaje todos los buscadores
de extrañezas, sin reparar en dónde se orinan para no provocar secarrales. Sin
embargo, no tengo empacho en decir que me oculto en un lugar de Sierra Mágina
al que voy a mentar solo como “Pueblo”, donde no me falta ni el sol del
amanecer, ni la sombra del poniente, ni el murmullo de un río herido de muerte
y de estiaje, ni la helazón de inviernos despiadados ni las calorinas de
agostos, que parecen condenaciones en busca de ánimas en pena.
La huerta en la que estoy desde hace ya casi dos siglos la compró el ama a
su manera, como tantas de las que se compraron y cambiaron de mano por
entonces, cuando los bancos eran cosa escasa y de gente de capital, y en los
pueblos como este Pueblo, si a alguien le faltaban los dineros contantes y
sonantes para seguir comiendo caliente, o para una perentoriedad, tenían que
alargarse a donde los más acomodados guardaban los reales, a pedirles un alivio
de miserias, poniendo como garantía del empréstito cualquier huerta, haza o
fanega de tierra que tuvieran con papeles más o menos en regla. Luego, como
pasa ahora, si se cumplía el vencimiento acordado sin que viniera repuesto de
dineros, los prestadores arreglaban los papeles del pedazo de tierra poniéndolo
a su nombre, y daban por pagado débito, ganando unas veces y perdiendo otras,
que de todo había.
A pie llano se entra a la huerta por la parte de arriba, la que linda con
el caz hacia el poniente. Por abajo, en su vertiente enderezada al levante,
tiene la huerta un repecho en civanto[3], a manera de otero en altillo,
de tal manera que todas las olivas que en ella quedamos por encima podemos
presumir de estar en suelo parejo y regular, aunque contiguas y abocadas sobre
la ladera que va a caer sobre el soto del río por una de las esquinas, la cual,
al doblar hacia la trocha que sube por la parte izquierda, la del sur, va
igualándose de tal manera que, mientras esa esquina tiene más de siete u ocho
pies de altura sobre el camino, poco a poco se va venciendo el desnivel, hasta lograrse
el poder entrar a pie llano a eso de seis o siete varas más arriba. Vaya, que por
la parte que da al río, es como un escalón en repecho de dificultoso acceso. Fue
precisamente a esa esquina en balconada de la huerta, dominante sobre el
desnivel del camino, a la que el ama le echó el ojo desde el primer momento
para unas intenciones suyas todavía no muy precisas.
La cosa sucedió el mismo día en que el ama y la entonces dueña del
terreno se dieron la mano como hacían los hombres de por aquellos tiempos para
cerrar cualquier trato, consintiendo la propietaria en traspasar la titularidad
al ama y ésta en rebajar el empréstito hasta lo poco que valía la huerta del
Picazo, y que no alcanzaba ni a la tercera parte de lo que ella había prestado
a la Cosia –que así se llamaba la que recibió los dineros tres años antes para
tapar las necesidades y las briegas
del diario vivir, sin poder juntarlos ya para liberar aquella huerta que no le
traía más que disgustos, deslomamientos de su hombre y sinsabores de maleantes robándoles
la poca aceituna que aquella tierrecilla daba, año sí, año no.
No había visto antes el ama la huerta sino en los papeles que
le dicen del catastro, y que no tengo yo claro si fue el del tal José Patiño
Santine o el del Marqués de la Ensenada[5],
sin que semejante conocimiento arrime algo al desconocimiento que ella, la
nueva dueña, tenía sobre su nueva adquisición; así que tras soltar la mano de
la Cosia, quedando ya como poseedora del predio, le faltó tiempo para aparejar con
bríos propios su potro, –el Nublos que le decían, de seguro que por su negrura
semejante a la noche, aunque, como la mayoría de los caballos negros, al nacer
tuviera un pelaje entre gris y blanquecino– y cabalgó con una gallardía más
propia de macho galán que de señora ama de su casa y hacienda, descendiendo desde
su cortijo, por la Cañada Lobera, según las indicaciones de los papeles,
primero en cuesta abajo y una miaja hacia la izquierda hasta llegar al río, y
luego de atravesar las aguas, que por entonces eran una plétora de tal bravura que
hubo de averiguarse por donde quedaba el vado que le permitiera al Nublos
cruzar sin peligro de descabalgar al ama con un pingo de susto, echó camino
arriba hasta que el farallón del picazo, con su saliente esquinada en la
singular huerta del mismo nombre, le indicó que estaba en su nuevo dominio.
No andaba el ama por aquel entonces tan vencida de ánimo como lo estuvo algún
tiempo antes, cuando se le torcieron las cosas de los apegos del corazón; pero
sí que llevaba en ella los suficientes rescoldos de melancolía como para querer
demorarse en las soledades del entorno a tantear recuerdos, sin testigos ajenos
que pudieran presenciar cualquier desmande de sus lágrimas. Echo pie a tierra
sin dar muestras de resentirse del parto con el que había traído al mundo al
nene, su cuarto retoño, y se puso a patear sin priesas la escasez de su
reciente hacienda, mojonada con precisión en sus propios linderos: la linde del
poniente se hacía visible por un empinado reborde contiguo con otra huerta
semejante, y ambas separadas por un caz, que daba alegría escucharlo en su
murmullo sin tregua, en cuyas orillas crecían junquillos, cola de caballo y otros
yerbajos jugosos; la linde del norte, perpendicular al río, dominaba y se desplomaba
en un menguado talud sobre una tercera huerta mejor cuidada que la que como
propia pisaba el ama; y ya de remate, arrancaba aquel camino en forma de hoz,
que ceñía los linderos del levante y del medio día, realzando el poderío de esa
esquina en alto, que parecía un púlpito sin barandal desde el que echarle
prédicas al río para acallarle rumores y perdonarle alborotos, y que de seguro
que le condicionó el nombre del Picazo al terrenillo que formaba la huerta
entera que hasta hacía poco había sido de la Cosia.
No le desoló al ama ver que, quitados los márgenes del caz,
allí, más que una huerta en condiciones, no hubiera más que cardales y pinchos;
y más que olivas, lo que remoloneaban, malvivían y ocupaban la mayor parte del
terreno fueran una veintena de pitronchos,
con los troncos carcomidos de desidia de hachuela, y el ramaje empolillado de
palomilla. Por alguna sinrazón que no se paró a considerar, no fuera que le
entraran las melancolías, aquel pedazo de tierra le recordó sus comienzos,
cuando quiso vivir y mantenerse por su cuenta, sin echarle cuentas a los muchos
dineros que pudieran venirle de su ostentosa dote o a los abundantes doblones y
Amadeos de su marido, en la creencia de que así se redimía del desamor que por
él le entró cuando la vida, en mala o en buena hora –de eso no tenía certeza–
puso en su camino a aquel cautivador trotamundos de paso, al Ludovico, a quien,
como era de razón, tantísimo se asemejaba la hija mayor, al contrario que sus
otros tres hijos, aunque tal hecho nadie se atreviera a mentarlo de frente si
no era en murmullos de taberna, en cuchicheos de plaza de abastos, en un aparte
de lavadero público o en un desmande de resoli de butifuera[7].
Como pudo por entonces, en cuantico nació la nena grande, puso en el olvido su
empeño por arrancarse del alma la evocación de las caricias que habían
encalambrado sus pulsos a la hora de su engendro, y fue metiendo en el cuerpo
la necesidad de ir relegando añoranzas a fuerza de trabajar de sol a sol como
una aldeana más, sin temerle a la intemperie de estos lugares que, sea verano o
invierno, no conocen la clemencia. Eso sí: por muy andrajoso que fuera su
atavío durante el día, al caer de la noche el ama recobraba el porte y el
señorío de su crianza. Subía a su alcoba, se quitaba las sayas percudidas del légamo
de las acequias, o perdidicas de hojuelas de “amor de hortelano[8]”,
de caíllos traicioneros o de pegajosas espiguillas de mijera; luego se metía en
cueros, como su madre la echó al mundo, en el balde que le preparaba su
inseparable servidora, Isabel Adoración, a quien le aligeraron el nombre
mentándola como la Isadora; y,
después de dejarse enjabonar por la criada, y de frotarse con tiento ella misma
con ramillos de alhucema, con basilisco, o con cáscaras de toronja, tomaba de
su tocador el esenciero y ponía tras sus orejas, entre sus senos y en los
pulsos, algunos livianos toques de aquel perfume que había traído de su viaje
al sur de Francia: Eau
de Cologne Imperiale, fabricado por el joven químico Guerlain, y regalo
de Ludovico, el viajero de paso, cuyo olor a “hombre de su vida” fue el que la
mantuvo en pie tantos años más a pesar de todo el trasiego. Luego, siempre ayudada por la Isadora, se
engalanaba cuidadosamente con sus más finos atuendos, y descendía hasta el
cenador de la gloria, donde ya esperaba don Miguel, su esposo, balanceándose en
la mecedora del rincón de la estufa, dispuesto a despachar la cena sin poco ni
mucho apetito, escasos ademanes que dieran razón de su talante y menos
conversación. Cuando el ama llegaba al final de la escalera, el hombre se
levantaba de la mecedora con cierta dificultad por la molestia de sus botines
eternamente desabrochados, que parecía costumbre y herencia de familia; la
invitaba a pasar al comedor delante de él con un leve gesto de eterna y afligida
cortesía, rodeaban aquella mesa demasiado grande para ellos dos, se sentaban
frente a frente, divididas las miradas por elegantes velones traídos desde
Lucena, y comían despaciosos, guardando ambos un conciliador silencio del que,
con el tiempo, se fueron batiendo en retirada tanto el primitivo reproche del
hombre, sabedor de su seguramente merecido relego, como de los últimos restos
de pesadumbre y de culpa del ama. A veces les llegaba desde el comedor de los
niños el bullicio propio de quienes aún no tienen por qué guardar silencio, ni
sentirse pesarosos; pero ellos dos no se movían de sus asientos, absortos en el
ceremonioso ritual de la cena, dejando que fuera el servicio de la casa quien
se ocupara de la algarabía de la infancia, cuyo fragor no logró nunca acallar
sus propios rumores internos.
En efecto, esa primera tarde en la huerta del Picazo, y sin
saber muy bien por qué, al ama se le estaban viniendo a la memoria los más tiernos
recuerdos de su encuentro con Ludovico, el viajero de paso, y las más sañudas decisiones
de las que tuvo que echar mano para tratar de borrarlo de su memoria. Pero la
memoria seguía siéndole díscola. Allí estaban esas pobres viejendades, simulando ser olivas, y agarrándose a una vida sin
futuro si ella no lo remediaba. La tierra era pedregosa y áspera, aunque su
color pardo, unido al rumor de la acequia por encima y al verdegueo de yerba
rampante, apalabraban fertilidades ocultas. El ama paseaba de acá para allá por
la huerta, llevando al Nublos de las riendas, y calculando cómo haría crecer en
aquella tierra, con semejante catadura estéril, un amago de vergel para el uso
de la casa en lo más cercano al caz, y su mejor y más recóndito olivar. No, no
iba a arrancar aquellas olivas que se caían de viejas. Se trataba de sanearlas,
como ella se había saneado malamente el corazón a fuerza de cortar el ramaje de
los recuerdos y de chaspar
renuevos improductivos. ¿Acaso no había saneado ella otras olivas en peores
condiciones? Mientras dejaba que los troncos de las añosas olivas respondieran
a su distraída caricia con una aspereza inmisericorde, sus evocaciones
regresaban al borde de un remate de camino polvoriento y soleado, en algún
lugar en barranquera a las afueras de Roma, donde el viajero de paso, conocido por
entonces desde hacía bien poco, le mostró el bellísimo olivo milenario bajo el
que ambos yacieron aquella tarde como si la vida se hubiera detenido en un
instante. El viajero de paso, que venía del norte de Italia, e iba no se sabía
bien a dónde en cuanto los medios y la última determinación se lo permitieran, entendía
mucho de olivos. Él hablaba de los olivares del norte de su país, y le contaba
cómo había que plantarlos, mantenerlos y podarlos para que dieran rendimiento.
No; a estas olivas de su huerta –pensaba ahora doña Patricia– no tendría
que clarearles la copa, porque estaban tan escasas que apenas daban sombra. Ni
siquiera tendría que ocuparse de mandar chasparle las pestugas, porque esas
olivas, de repente tan suyas, habían ahorrado las pocas energías que les
permitió tanto descuido para seguir manteniéndose vivas a costa de no echar
varetas que les chuparan la vida. “La vida fue lo que me chupó a mí la nena al
anunciarse dentro de mis entrañas cuando no había disculpa a la que agarrarse para
dar razón de su llegada” –caviló el ama, recordando la cara de su entonces prometido
la noche en que, tras el viaje de la mujer a Italia, supo de su preñez, sin
retirarle por tan infame sinrazón la promesa de matrimonio, ni agregarle
descargo con dichos inútiles–. A fin de cuentas, ambos dos tenían un mismo
recorrido que sólo el silencio que aquella noche se instaló entre ellos para el
resto de sus vidas pudo apaciguarle a uno y otra las lacerantes querencias de
lo ausente prohibido. Sólo ese silencio consiguió darles alientos para seguir
con la prudente rutina de una vida en común, en la que la nena que venía de
camino tuviera a quien mentar como padre, y donde ellos dos encontraran
perdones mutuos que no llegaron nunca del todo. De cómo vinieron los otros tres
hijos comunes no es cosa que al ama le gustara representarse, sin poder ignorar
que de seguro que el padre, su esposo ante Dios y ante los hombres, mientras
los engendraba, estaría pensándose en brazos de la hembra a la que tuvo que
repudiar algún tiempo atrás por no ser de su condición, mientras ella se
refugiaba en sus lacerantes recuerdos de hacía bien poco con la misma
intensidad con la que imaginaba el olivo del barranco de las afueras de Roma.
Pensando en aquí y en allí, y ahogando eternas soledades, llegó el ama
hasta el filo del talud, el picazo, donde la huerta hace esquina, y se retuerce.
Se apostó de cara al sol poniente, teniendo delante de sí el panorama de
esperanzada desolación de aquellas olivas llenas de tanta necesidad de
atenciones como ella misma, y se refugió en el contraluz para que el sombraje
le redimiera del llanto que le caía de sus ojos como un amago de riego a
destiempo sobre tanta sequía de afuera y de adentro. Las sombras de las olivas
se apretaban ahora, unas contra otras, junto a ella, como en escalofríos, sin
apenas conseguir darle cobijo a pesar de estar a contramano del sol poniente. Se
arrodeó hacia el picazo. Sólo esa esquina de la huerta abocada sobre el río permanecía
desocupa, sin que el cultivo de ningún árbol le hubiera dado provecho a más de
siete varas cuadradas en que se extendía aquella terrazuela desierta. Midió el
terreno a zancadas. En efecto, allí la cabida era la justa para una oliva más de
cuatro pies, y aún sobraba sitio para algunos otros menesteres. Satisfecha, no
le costó al ama ningún trabajo soltar las riendas del potro, y dejarse caer
cuan larga era sobre la solana yerma. ¡Cómo
era posible –se admiraba– que en tan escaso terreno como era el de la huerta,
alguien hubiera dejado semejante desaprovecho!
A su lado, el Nublos relinchó con mansedumbre, agachó su
pescuezo hasta donde el ama revolvía pensamientos erráticos, rozándole el costillar
con sus belfos, y comenzó a cabecear arriba y abajo como si estuviera
asintiéndole a las cavilaciones de su dueña.
–Eso es, Nublos, tú sí que me entiendes; este pedacillo de
terreno está pidiendo a voces mi presencia en tiempos de duelos, tanto como se ofrece
a la par y sin reservas para que la nena y sus mediohermanos tengan cada uno de
por vida las panillas
de aceite precisas para el gasto del año. Un pie de oliva por cada hijo es lo
que falta aquí.
El regreso al
cortijo del Aire, con la noche ya metida en faena, fue como un encarabajinado
de pensamientos bulléndole al ama dentro de la cabeza y encalabrinándole las
finas patas al Nublos. Luego, mientras se estaba ataviando para la cena, se
sintió desfallecer cuando, al tomarlo de encima del tocador, se le escurrió de
entre las manos el esenciero donde guardaba el Eau de Cologne Imperiale que hacía tanto tiempo le obsequió el
viajero de paso. Toda la alcoba se llenó del perfume de otros tiempos no tan
lejanos. Era como si el viajero de paso regresara desde algún lugar de las
nostalgias para ratificar con su presencia balsámica la pequeña y última locura
del ama: pan y aceite para sus cuatro hijos de por vida, con una sola oliva de
cuatro pies. Perfecta disculpa con la que buscarse aislamientos con los que
purgar presencias y añorar ausencias.
Al día siguiente, sin que marzo hubiera despuntado todavía, el ama comenzó a dar órdenes a
los jornaleros del cortijo como si ya le faltara tiempo. Fue así como ella
mando cortar cuatro estacas de oliva, de tres palmos de largo y de una cierta
reciedumbre, como de siete u ocho pulgadas, asegurándose de que tuviera cada
una de ellas por lo menos tres brotes vivos. Con sus estacas protegidas en un
cebero, y cubiertas con albardín majado y en remojo, bajó a lomos del Nublos
hasta su huerta, junto con el manijero de la finca, quien, armado de su azada,
cavó cuatro hoyos cuadrados, con una hondura de no menos braza y media, y otro tanto de largo en los laterales, poniendo buen
cuidado de que los agujeros quedaran en el centro de la solana del esquinazo de
la huerta, y a lo menos otra braza de distancia entre ellos. Y después de
rellenarlos de tierra fina y estiércol de caballería, ella misma, el ama, fue
depositando las estacas en su fondo y cubriéndolas de tierra, de la que les
permitió asomar las varetillas verdes. Lo último que hizo fue irle arrancando
las hojuelas a las varetas hasta dejar solamente las cuatro puntas asomando por
encima de la tierra. Luego regó cada oquedad con cubetas de agua subidas
directamente desde el río, y allí se quedó todo el día mirando aquellas
pequeñeces de ramillas que, a la recacha de las paredes de los hoyos,
levantaban sus cabezuelas hacia el cielo. Llegado el medio día, le indicó al manijero
que se subiera para el cortijo y le dijera al amo que esa noche ella no iría a
dormir porque quería quedarse a cuidar de que ninguna garduña escarbara en sus
plantones o impedir que cualquier liebre ramoneara antes de tiempo. A esas
alturas de la vida, estaba en la certidumbre de que su marido nada temía ya del
viajero de paso, que jamás regresó del otro lado del mundo. Y al ama poco le afligía
que el padre de sus tres últimos hijos buscara en cama ajena un arrimo que ella
hacía años que no podía darle del todo ni él le reclamaba ya.
Llegado el verano, el ama le mandó razón al Carliche, el antiguo
cabrerillo, actual cochero fijo de la casa y hacedor eventual de cualquier cosa
que se le confiase, para que la ayudara en su flamante propósito. ¿Quién mejor
que el Carliche para la tarea? Como hombre de confianza del ama desde su viaje
a Roma, de él se enaltecía el primor que aplicaba en armar chozas con caña,
juncos y tierra en menos tiempo de lo que se tarda en pensarlas. Por eso le encomendó
a él que le hiciera un chozo en mitad de la punta de la huerta, de tal manera que
estuviera a la altura de su alcurnia. Eso fue pocos meses después de plantar
las estacas, y cuando llevaba varias semanas seguidas durmiendo al raso, como
había tomado por costumbre desde que por la primavera comenzara una discontinua
pernocta para guardarme a mí el sueño custodiándome el progreso, y apañarse
ella silencios que tan precisos le eran.
Era el Carliche hombre enjuto, renegrido por los soles y las lluvias de alrededor
de veinte trashumancias, lo que, contando con que no había cumplido la decena de
años cuando principio la tarea de acarrear ganado de un sitio para otro, lo
metía cercano a la treintena; de pocas palabras y mucha brega, antes de
arrancar a afanarse en cualquier tarea tenía él por costumbre sondear el
terreno con cada uno de sus sentidos; luego inquiría lo que a bien tuviese. Y
finalmente se eclipsaba durante un par de horas para regresar con Paqui, su pollina –Paquiderma de nombre,
tomado de un circo, pero en reducción para el arreo– con los serones cargados
de todo lo preciso para alzar un amago de chamizo o de domicilio eventual, ya
fuera para rebaños, ya lo fuera para humanos.
–¿Y dónde dice usted, señorita,
que se le antoja encajar el cobijo? –preguntó
de espaldas al ama mientras venteaba conjeturas con las aletas de la nariz
recrecidas, ojeaba de medio lado y se metía en la boca el dedo índice,
sacándolo de inmediato y enderezándolo hacia el cielo como si estuviera
buscándole las trampas a la brisa para adivinarle las intenciones.
−Éste es el mejor sitio, Carliche, aunque con cierta separación del
talud, no sea que en noches de luna nueva me traicione la oscuridad si he de
salir a cualquier urgencia, y me despeñe −respondió ella con los ojos fijos en un
paisaje que les ponía visera a los rumores del río por debajo de sus pies.
−Entonces, en la delantera, le apostaremos a la choza un llano de tierra
apisonada, y arrimaré al frente cinco a seis mojones que le hagan de pretil de
cautela y de sitial de descanso a un mismo tiempo. Y adentro, si yo no le he
entendido mal lo que usted manda, dos particiones independientes, separadas por
una colgadura de yute, que le valgan respectivamente de recibimiento y de
alcoba; y con salida a una empalizada trasera donde pueda tener usted su
reserva para asearse si se le apetece. ¿Le averigüé sus órdenes en condiciones,
señorita?
El Carliche se fue sin esperar respuesta. Regresó dos horas después con
la Paqui cargada de tal manera que ni
los atarres de la culata se le veían, se puso a la tarea, y no estaba traspuesto
el sol aún por detrás del cerro Campanil cuando ya la cabaña había tomado forma
suficiente para que aquella misma noche el ama pudiera dormir dentro sin tener
que contarles los guiños a las estrellas sino por las junturas de la techumbre todavía
por rematar. Allí vivió, durmió y se mantuvo firme el ama hasta que las varetas
de mis cuatro estacas despuntaron y crecieron ese verano por encima de su cintura.
Para cuando comenzaron los primeros fríos, ordenó el ama que su criada, la
Isadora, y el Carliche, que acostumbraban a quedarse allí, durmiendo en el
llano en un colchón de farfolla, o donde se les apeteciera, se volvieran al
cortijo por la noche; y cuando ya fueron las escarchas las que comenzaron a
atacar las madrugadas con sus escalofríos, incluso ella misma comenzó a dejarme
sola por las noches, en la seguridad de que ya había cogido la suficiente
reciedumbre como para tirar hacia arriba y convertirme en lo que ahora soy: una
oliva de cuatro pies, de los que durante muchos años salieron suficientes
panillas de aceite como para llenar las cántaras del año en cada una de las
cuatro casas de los hijos del ama mientras vivieron.
Con el tiempo, me enteré de que yo había sido segregada por el ama del
resto de la huerta con papeles en condiciones, inscribiéndome en los registros por
separado de las otras olivas de aquel terrenillo, convirtiéndome en la heredad
más chica que pueda pensarse. Vine en ese conocimiento porque, muerta la
señora, se alargaron hasta la huerta algunos forasteros a hacer mediciones, y comenzaron
el recuento de las otras olivas, dejándome a mí, junto con el chozo, la higuera
y el nogal, fuera del recuento; señalaron hacia la esquina donde fui plantada y
echaron una cerca de espino en mi entorno, aislándome de las de mi especie, con
la sola compañía de la vieja cabaña del Carliche, que de bien hecha que estaba
aún dio servicio a pastores en trashumancia y a perros salvajes durante muchos
años más hasta que se hizo preciso escarbar por debajo para lo que se tenía que
hacer y que no voy a mentar todavía para no adelantar acontecimientos.
Por lo que veo en tiempo de cosecha, o de rastreo o de poda, el pedazo de
tierra que yo ocupo pareciera que ya no sea de nadie. Como yo misma. Como mi
ama, doña Patricia que, bien pensado, nunca perteneció a nadie, quitada aquella
vez en que viajó a Roma a no sé qué de santos entredichos, de permisos y de
iglesias, y solo en una ocasión, por voluntad propia, fue pertenencia de aquel
viajero errante que nunca regresó de las Américas, ni siquiera para ver cómo
florecía el plantón que él dejó en las entrañas del ama, que luego creció a mi
vera con el nombre de Amparillo.
Después de que faltara el ama, ni el paso de cuatro generaciones ha
venido a darme a mí una pertenencia sin dubitaciones.
Algunas noches miro por más debajo del poniente, y me pregunto si llegará
un día en que venga un alguien con papeles en los que esté yo escrita, y el
pedacillo de tierra que habito, junto conmigo, seamos de ese alguien y de los
que debajo de mí reposan.
Alguien que quiera recoger mis aceitunas para el aceite del año.
CAMARERO
BULLÓN, C. (dir.) (2002): El
Catastro de Ensenada, magna averiguación fiscal para alivio de los vasallos y
mejor conocimiento de los reinos.
PANILLA:
·
Jarrete de latón, o alcuza, para medir un cuarto de libra de aceite
equivalente a 0,115 litros.
·
MEDIDA DE VOLUMEN. Unidad de medida antigua usada principalmente para
el aceite, equivalente a un cuarto de libra. (Libra = a 16 onzas o 0,450/ 0,460
litros, según lugar).
·
Olla pequeña. Dulce que se hace en la olla. [EXPRESIONARIO DE MÁGINA]