VA DE...Batiburrillo literario

jueves, 9 de abril de 2020

PRODIGALIDADES

      
                                                                                                                                                      
55/2020
 (Croniquilla del Viruso Coronado 30)

13 No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.
32 Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado.
EL HIJO PRÓDIGO. Lucas 15: 11-32.

       −¿Y quién dices que eres?
      −Rosa. Soy Rosa. ¡Cómo puedes preguntarme eso!
      −¿Rosa…?  ¿Qué Rosa?
      −Ay, Dios mío, qué desmemoriada te encuentro. ¡Qué Rosa voy a ser! Pues tu hija.
      −¿Mi hija? ¡Hay que ver las ganas de broma que tenéis los de ahora! Si conoceré yo a mi hija a pesar del tiempo perdido…
      −Mírame, mamá, por Dios, mírame. ¿Soy yo o no soy yo?
      −Seguro que eres tú. Eso no lo pongo en duda. Pero tú no puedes ser mi hija Rosa. Mi hija tiene el pelo negro como esta cruz de azabache que me trajo de Santiago de Compostela aquel año que fue Año Santo. Creo que fue allá por el 2010.
      −¡Pues claro! Ya lo sé, mamá. Te la traje yo misma. ¿Ya no te acuerdas quién te trajo esa cruz?
      −¡Cómo no voy a acordarme si soy yo misma quien te está diciendo que fue mi hija Rosa quien me la trajo! Pero, mira, seas quien seas, ya que estás aquí, déjame que te cuente. Si yo te dijera la emoción que nos embargó a las dos cuando abrí aquel envoltorio y saqué de él la cruz…
      −Si lo sabré yo.
      −¿Tú? Ella me dijo: “aquí tienes lo que yo soy para ti, madre”; y yo le respondí…

      La mujer más joven corta en seco la cháchara de la anciana:
      −Tú, madre, me respondiste: “no cualquier clase de cruz. Mi cruz de guía, hija, mi cruz de guía”.

      Pero la anciana no se da por enterada de la clave que se le ofrece, y sigue como para sí misma, sin interrumpirse.
      −…no he vuelto a quitármela salvo aquella vez que estuve en el hospital para hacerme aquella prueba, sin que nadie viniera conmigo… Aunque…, ¡a quien puede importarle eso! Si al menos Rosa me mandara una carta… Una miserable carta.  Pero, ni eso. Algo muy malo debe pasarle… Claro que, a lo mejor, no debiera contar cosas de la familia a una desconocida…
      −¿Desconocida? ¡Te estoy diciendo que soy Rosa!
      −Hermoso nombre el tuyo. Te llamas igual que mi hija. ¿Dónde estará aquella hija mía que nunca volvió?
      −Mamá: No me hagas esto. ¡Mírame! Soy yo; tu hija. Tu hija Rosa.
      −¿Tú? Tú no eres mi hija Rosa. Ella tenía el pelo negro como mi cruz; y tú lo tienes blanco como el olvido. ¿O es que no te das cuenta?
      −Madre, esto son canas. −y se tironea y se desordena el pelo como si quisiera arrancarse de él el tiempo perdido−. Los años no pasan en balde, mamá. También tú tienes el pelo blanco; y la piel de las manos trasparente; y los ojos lagrimosos, como si te hubieras pasado la vida llorando por pecados propios y ajenos. Es el paso del tiempo, mamá.
      −¿El paso del tiempo…? ¿Y cuánto tiempo dices que ha pasado desde que viniste a verme por última vez?

(¿Ha dicho “viniste”? Entonces…)

      −Pues… −titubea−. Fue cuando lo de la cruz. −Se prepara para contraatacar−. No hace ni una docena de años, madre. No me digas que te has olvidado de mí en tan poco tiempo.
      −No, hija, no. Yo no he olvidado a MI Rosa. Yo no TE he olvidado a TI, suponiendo que sea verdad que eres mi hija Rosa. Eres tú quien se olvidó de NOSOTRAS.

      (¡NO! ¡MI! ¡TE! ¡TI! Cuánto énfasis en la voz de la anciana en cada una de esos monosílabos que rebotaban contra las cuatro paredes del encierro. Es como si volviera a la vida desde muy lejos para ajustar cuentas con algo o con alguien). Menos mal que los había reunido en una última palabra pletórica: ¡NOSOTRAS!

      −Mamá, sabes de sobra que tenía que ganarme la vida; que tenía que asumir más trabajo del que podía desempeñar; que iba de hotel en hotel, de reunión en reunión, de conferencia en conferencia. No me quedaba un minuto libre como para poder sacar el tiempo necesario y venir a verte.
      −Tendrás todo lo que ambicionabas después de tantísimo empeño ¿no?
      −Algo así. Pero se acabó lo de trabajar.
      −Entonces ¿te has jubilado? Claro, con ese pelo…
      −No, madre. Es que nos han enviado a casa.
      −¿Te han despedido? Claro, con semejante estrés…
      −No, madre, no. No es nada de eso. Es que ya no podemos salir de casa. Y yo nunca tuve tiempo para comprarme una casa propia. Nunca tuve más casa que ésta. Ya sabes: lo del estado de alarma
      −¿Alarma? ¿Y por qué?
      −Porque ahí afuera la gente se está muriendo. Sola.
      −Eso no es nada nuevo. La gente siempre ha estado muriéndose ahí afuera. Es ley de vida. Y mucha gente se muere sola. También es ley de vida. Mira cómo será que siempre creí que también yo me moriría sin volver a verte. −Un momento de silencio eterno, y retoma la palabra: −suponiendo que, como dices, tú seas Rosa.
      −¡SOY ROSA! Y lo sabes.
      −Lo único que sé es que nada tan malo debe pasar ahí afuera como para hacerte regresar. Nada malo.
      −¿Nada malo? Esta vez es peor, mamá. Peor que la guerra de la que tanto te quejaste haciendo intransitables mi infancia y mi juventud envueltas en tus miedos; peor que los años del hambre de los que tanto te doliste; peor que cualquier cosa que puedas imaginar.
      −¿Peor que todo aquello?
      −Sí, madre. Muchísimo peor.
      −¿Y eso por qué?
      −Porque antes eran unos contra otros. Ahora somos todos acorralados por algo invisible, implacable, inaudito. Algo nunca visto ni imaginado, ni en las peores pesadillas. Algo que ha detenido el tiempo en todos los relojes del mundo.
      ¿Qué estás diciéndome? ¿Que se ha parado el tiempo en todos los relojes del mundo? 
¡Qué gran cordura!
¡Por fin!
      Por fin tendremos tiempo para volver a conocernos allí donde lo dejamos hace tanto tiempo.

Atemporal en CasaChina. En un Jueves Santo de 2020

miércoles, 8 de abril de 2020

PROHIBIDO PROHIBIR



 54/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado 29)

“No estamos confinados; estamos a salvo”.
Ainara Tomás, filosofía nórdica para el confinamiento
       
Pudiera ser que nada de lo que cuente hoy fuera verdad.
Claro que…
A lo mejor, algo hay de verdad, y mucho será pura patraña. Que, en esto de escribir, ya se sabe las venias que nos otorgamos a nosotros mismos los escritores, amparándonos en la licencia para mentir que nos concede el oficio.
Bueno; para ser justa, entra dentro de lo posible que la cosa pueda quedarse en mitad y mitad.
Pensándolo despacio, lo cierto es que hay más verdad que mentira, por mucho que me empeñe en hacer uso de escondrijos previos. Y permítaseme utilizar lo de “hacer uso”, dos de esas cuatro palabras con las que por entonces se mentaba a lo de la “follenda” sacralizada, y que, en boca de mi catequista, cada vez que refería aquel “hacer uso del matrimonio” con boquita de piñón, a mí me ponía la mente en puro hervidero de confesionario, sin saber muy bien de qué debía acusarme.
Pero vamos a no darle más vueltas al manubrio, y a meternos en faena.
Pues que me pide a mí el cuerpo hablar de viejas SemanaSantas, a las que no quisiera yo regresar si no es para mirarlas desde una pantalla donde pasen alguna de esas películas de cinefórum en blanco y negro, apañadas para nostálgicos diletantes y resabiados faroleros.
Claro que tampoco estos tiempos que estamos atravesando son para olvidarse de Poncio Pilatos. Aunque son demasiadas las quejas que se escuchan, en comparación con lo que se vivió por entonces.
¿Qué nos han dejado sin bares en este 2020? Ahí nos duele. Pero ya quisiera yo haber visto a los que andan ahora en jeremiadas si hubieran tenido que vivir aquellas SemanaSantas, mirando de comedirse, primero en holganzas bocales (que no vocales) y holguras testiculares durante toda una interminable cuaresma, y luego, entrado ya el Jueves Santo, teniendo que pasar de largo por delante de cualquier taberna, sin alzar la cabeza, en cuanto las campanas de la parroquia se echaban al lagrimeo de la llamada a Muerto Divino.
¡Aquello sí que eran prohibiciones!
“El arradio”, ni tocarlo, si no era para ponerle el cárdeno capirote cuadrangular que se tenía en cualquier casa de bien para la ocasión (suponiendo que se tuviera aparato de radio). Los postigos, entornados. Y hasta a la mano de los cantarines almireces, canoras vespertinas ellas a la hora de majar el ajo y el perejil para el sopicaldo, se les ponía mordaza, o simplemente se las sustituía por el más moderado mortero, no fuera a ser que Vulanito, nuestro robusto municipal, encargado de poner orden entre bicicletas de chaveas, pasos de procesión y costumbres licenciosas, diera parte de mala conducta religioseril. Y todo ello, sin rechistar, bajo pena de algo mucho más chinchoso −léase acosado por las chinches y otros bichos de triste recuerdo− que lo de quedarse en casa delante del televisor.
                                      Por poner un ejemplo
                     hablemos del bar <<DE AQUÍ NO PASO>>
Aparte del nombre, que ya de por sí mismo era una especie de estop tabernario, el Bar <<DE AQUÍ NO PASO>> tenía algunas cosas más, dignas de recordarse: una ubicación privilegiada en la esquina de la Carrera, un suelo lleno de pedazos de papel de estraza aceitosos, huesos de aceituna y otros desperdicios, un olor a vino a granel regurgitado, dos o tres escupideras desportilladas en los rincones y un cartel de porcelana mugrienta y grasosa que prohibía lo naturalmente prohibible en aquellos inicios de los años cincuenta del Siglo XX:
¡Prohibido escupir!
       Eran tiempos de esputos de tísicos y escupitajos de rabia amontonada y mal contenida, que aconsejaban −más los primeros que los segundos− ponerle coto a los desmanes, y, sobre todo, al bacilo de Koch, privándolo de su medio natural de transporte.
       Eran también tiempos de corrales, avisos de “agua va” y arrieros que, con sus gallinazas colgantes derramándose en cascada desde los palos del gallinero hasta el cascajo del piso, con las fétidas cubetadas del “agua-va” hacia la mitad del empedrado de las calles convertidas en albañales escurridizos, y con los vapores de las boñigas de las caballerías, eran la entrada del paraíso para toda una fauna de tábanos y de moscas que se colaban por cualquier resquicio en busca del fresquito de las tabernas, donde planeaban indolentes y campaban por sus respetos, torturando a taberneros y parroquianos.
Sería por eso por lo que el paisaje en el <<BAR DE AQUÍ NO PASO>> solía permanecer inalterado, salvo en dos ocasiones al año: el verano y la Semana Santa.
       Nada más amagarse los primeros calores, como no era cosa de apestar con rociadas de zotal las dependencias de las criaturicas humanas, y el que se espurreaba por cuadras y gallineros no era bastante para aplacar los ataques rasantes de aquellas volatinerías negras, se recurría a colgar del techo de los establecimientos, entre los que se encontraba el <<DE AQUÍ NO PASO>>, unas tiras de papel de celofán, pajizas y glutinosas, donde cualquier gusarapo, mosquito, polilla, tábanos o mosca desprevenidos, quedaba atrapado como inspiración de poetas indigentes, al estilo de la célebre fábula de Samaniego del “panal de rica miel[1]”.
Una vez trabados en el cenaguero, permanecían aquellos gorgojos matraqueando durante horas con sus zumbidos desesperados por encima de las cabezas de sobrios y beodos hasta que fenecían de puro aburrimiento. (O, a lo mejor, de otra cosa desconocida).

   Lo de la SemanaSanta era otro cantar, y nunca mejor dicho

Ya al comienzo de la Cuaresma, se añadían nuevos avisos al endémico cartel de <<PROHIBIDO ESCUPIR EN EL SUELO>>, tales como el aviso parroquial de la puesta a la venta de bulas de carne a peseta, y la de abstinencia de lo otro a convenir, dependiendo de los posibles (y de las imposibilidades).
          Por esas mismas fechas se colgaba otro cartel con su rotundo “PROHIBIDO BLASFEMAR” que, emanado de la alcaldía, amenazaba, sellado y rubricado en vivo y en directo, con sanciones que ni de lejos estaban al alcance de los bolsillos de la clientela habitual del bar y de la blasfemia.
           Pero el cartel que dejaba los ánimos por los suelos, si es que podían estarlo más en semejantes tiempos, para un pueblo como el andaluz, tan hecho a lo de “quien canta sus penas espanta” era aquella perversidad de <<PROHIBIDO EL CANTE>>.
Y es que el cante, señores, es el fuelle de la fragua de nuestras vidas; el respirador automático de nuestras gentes cuando su aguante está para meterlo en la UVI:

Cantaba por no llorar.
Que era ella muy hembra
para hacer ver su pesar.
Y con las venas abiertas
la escuchaba su galán
sabiendo que aquella noche
era su noche final.
¿Quién no ha escuchado cantar
la pena más espantosa
en medio de un olivar?

       Estaría de Dios que así fuera aquello.
       O sería que, con eso de que en nuestros pueblos nos recreamos con contrición en ajusticiar a Dios año sí y año también −menos éste de 2020− no estaría bien visto por entonces aumentarle la pasión con penas accesorias; ni lo de escupirle, ni lo de ultrajarlo a blasfemazo limpio, ni mucho menos ponerse a dar el cante mientras Dios agonizaba colgado de un madero.
       ¡Cómo han cambiado los tiempos!
       ¡Quién le iba a decir a Dios -un poner- que lo de la blasfemia se metería en la misma balanza que lo de la libertad de expresión!
       Lo de escupir… Eso ya no se le ocurre a nadie. (Vamos, digo yo).
Nos queda lo del cante.
Y, asediados como estamos por el Viruso −coronado, y no precisamente de espinas− no puedo por menos que recordar aquellos tristísimos carteles del bar <<DE AQUÍ NO PASO>> cada vez que enfilo el pasillo que va desde mi encierro hacia la puerta de la calle, donde he colgado yo mi personal cartel, dispuesta a lo que se diga:


  
¡Yo de aquí no paso!
No seré yo quien vaya a dar el cante después de lo que tiene una pasado




Cantando en CasaChina. En un 8 de Abril de 2020


[1] A un panal de rica miel/ dos mil Moscas acudieron/ que por golosas murieron/ presas de patas en él/. Otras dentro de un pastel/ enterró su golosina/. Así, si bien se examina,/ los humanos corazones/ perecen en las prisiones/ del vicio que los domina.

TAMBIÉN ELLOS

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