(Memoria
en sepia de una maestra rural)
169/2021
Se acercaba la Navidad y Salvacañete estaba sitiado por la
nieve. Si quería llegar a casa por Noche Buena tendría que armarme de valor,
porque el coche de línea que habría de llevarme hasta Cuenca tenía su parada a
la bajada del pueblo, junto al Desmonte, hasta donde arrastrar una maleta era
poco menos que una aventura de las Mil y una noches. Suponiendo que se llegase
con tiempo de montar en el autobús, lo siguiente que venían era un peliagudo patinaje
de neumáticos sobre un piso apelmazado y escurridizo, a lo largo de unos
ochenta kilómetros de carretera de doble dirección, adivinada en muchos tramos
por los altísimos listones con la que los peones camineros intentaban
señalarla. Desde Cuenca a Madrid tampoco era un fácil trayecto, a pesar de que
ese sí que estaba asfaltado y flanqueado de pinares en los que, de seguro,
había lobos como los de la Caperucita esa. Y de Madrid a Sierra Mágina, cuan Cenicienta
sin carroza, aún tendría que tomar dos autobuses más, aunque sin tanta nieve.
¿No era para pensárselo? Además, por entonces, tenía todo el
tiempo del mundo, y todas las NocheBuenas del mundo por delante.
Junto a la estufa de mi flamante escuela, no paraba yo de
darle vueltas a la cabeza. (Ahora que lo pienso, tendré que dedicarle alguna
atención a aquella estufa). ¡Para qué iba a salir de un sitio donde estaba tan
a gustico!
No era fácil salvar la cuesta sin asfaltar, −un kilómetro
largo desde el pueblo hasta la casona del Desmonte−, sin resbalarse en las
placas más heladas, dar un traspié en algún canto oculto, o tener que pelear
con el airecillo cortante y lleno de diminutos cristales de hielo que se
descolgaba desde el Picazo hasta el río Cabriel dejando sus señales de escarcha
en lo pajizo de los cardos que lograban asomar sus cabezas por encima del manto
blando y creciente y en los ojos semientornados de cualquiera que se atreviese
con semejante aventura.
Por otra parte −me reconvenía a mí misma para sacudirme la
mala conciencia de dejar a mi madre esperándome− ¿cómo se las arreglarían los
chiquillos del pueblo en la Misa del Gallo sin la batuta de quien llevaba tres
meses largos enseñándoles villancicos en plan coral?
¿Para eso me había empeñado yo tanto?
No sé muy bien cómo fue. Sé que me decidí al fin a pasar
aquella Navidad con ellos, en un pueblo llamado Salvacañete, que ocupa un
hermoso rincón de mi memoria.
Claro que ya puesta…
Mi cabeza no paraba de dar vueltas a la forma en que dar celebridad
al coro de los chiquillos, y hacer participar al pueblo entero −500 habitantes
contando las aldeas anejas− de todo aquello que habíamos montado en las noches
heladas de debajo del Picazo. Y es que lo mío ha sido siempre montar la
Marimorena en cuanto suenan las zambombas. O los Campanilleros.
Podría vestirlos de serranos…
Y convoqué a las madres: “¿…que si podrían apañarle a los nenes
atuendos de serranos”?
“Lo que usted necesite, señorita”.
Nunca me negaron nada de lo que les pedí. Y me dieron
muchísimo más de lo que a mí se me hubiera ocurrido pedirles.
¿Y si en la Iglesia se bajara a los santos de sus hornacinas
y subiéramos a los chiquillos vestidos de serranos?
Hablaría con don Julián, el cura.
“Que mire a ver qué le parece si bajamos a los santos con
todo respeto, y subimos a los nenes a las hornacinas”.
“¿Tú sabes lo que dices, chiqueta? ¿No has visto la altura
que hay para llegar a lo alto? ¿Y si se nos cae alguno?
Pero al día siguiente ya estaban allí las altísimas
escaleras de coger manzanas, dispuestas para el menester. (Eran otros tiempos).
“Que, ya puestos, mire usted si no le parecería mal, don
Julián, hacer un repique de campanas algo florido para que acudan todos a escuchar
cómo cantan sus nenes”.
“Yo no estaría tan seguro de que alguno que yo me sé venga,
por mucho que campanee la torre o gorjeen los chavales… Pero… Eso sí: vamos a
decírselo al cabo de la Guardia Civil, no sea que se piense que nos estamos
insurreccionando”.
“¿Y podremos echar fotos dentro de la Iglesia?”.
“Por mí, mientras no se nos incomode la autoridad…”.
Y llegó el día.
Mal que bien, aquella misa de medianoche se estaba
desarrollando sin mayores incidentes cuando doña Tomasa, la dama de pelo blanco
y figura diminuta, se puso en pie, y sin que nadie supiera de dónde podía sacar
semejante energía, dio la voz de alarma:
−¡Don Julián: por las benditas almas del Purgatorio, pare
usted la misa que todos los santos se están moviendo! Y hasta la Santísima
Virgen está de brazos caídos en lugar de tenerlos levantados hacia el cielo
como Dios manda.
Lo que pasó después no lo recuerdo muy bien.
Los dinteles de las puertas de aquellas casas eran muy
bajos.
Yo tenía apenas veinte años, y muchas ganas de saltar como
mis alumnos para no hacerles el feo de dejarlos solos.
No sé cómo, envestí con la diadema a la viga de un dintel, y me desplomé
sobre el hombro de un muchacho que se llamaba Mariano, rubio él, y vecino del
Cuartel de la Guardia Civil.
Recobré el conocimiento en la sala de estar de don Paco, el veterinario
de Salvacañete, cuyo hijo, Paquito, algo más joven que yo, cantaba en el coro
como los ángeles.
Al médico, don Casimiro, no le tocaba venir de visita hasta
la semana siguiente, así que lo mejor sería reanimarme con un ponchecito
caliente. Quizá un resoli.
La cosa acabó en el bar de Carmen y Bienve, con la estufa
encendida, la gente mayor compadreando, los jóvenes en el salón de abajo, sin
necesidad de encender estufa en él para animar el baile, y los nenes cantando por su cuenta vestidos
de serranos.
En CasaChina. En
un 23 de Diciembre de 2021