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Pienso que: La palabra provechosa
convence.
La palabra
hiriente, mata.
“Venceréis;
pero no convenceréis”. (Atribuido a Unamuno)
Fue en Portugal, allá por el
año 74 de un 25 de abril lleno de esperanza consumada.
Quiero pensar que fueron los poetas
quienes urdieron lo de colocar un clavel en el cañón de cada fusil listo para
el disparo. Y no fueron precisos más discursos incendiarios ni más concienciados
profetas del fin del mundo, ni más diatribas de “los comprometidos” para que
una larga y penosa dictadura cayera a los pies de los claveles.
Aquel recuerdo lleno de certidumbre me
lleva a reflexionar desde la posición no beligerante que hace tiempo que adopté,
y que muchos tachan de tibia falta de coraje:
¿SERÁ QUE LA SALVACIÓN DEL SER HUMANO COMO INDIVIDUO
ESTÉ EN LA PALABRA…?
Digo yo que, si verdaderamente nos interesa ese pueblo
que percibimos masacrado, haríamos bien en ayudarlo a superarse alabando lealmente
sus logros, sus mejores condiciones. Eso es sostener su esperanza llenándoles
las manos de claveles. (O de palabras).
Digo yo que, si verdaderamente nos interesa el dolor
de un pueblo, no debiéramos descalificar nada de lo que le es propio, antes de que
haya llegado el tiempo de sacudírselo sin perecer en el intento. Eso de la saña
verbal es cosa de lobos parlantes repartiéndose la presa; o de buitres nutriéndose
de las entrañas de la carroña.
Ciertamente que los gallinazos cumplen una función
sanitaria: librarnos de los desperdicios que nosotros mismos generamos. Pero no
nací yo para alimentarme con cualquier cosa, llenando mi estómago de inmundicias,
sino para aprender a cultivar claveles día a día por si se necesitan para
atorar fusiles.
Fui pedagoga durante años. Y a fe mía que no conocí
nunca un alumno brillante al que se le hubiera descalificado previamente. Pasa
con eso como con los corrales de gallo único: si al gallo se le rebana la
cresta se lo condena a dejar de gallear.
Con los años que ya tengo, fui testigo del flaco favor
que se nos hizo a los españoles en los tiempos más oscuros de nuestra dictadura,
aquellos en que, con la grandilocuente disculpa de purgar “desafectos al
régimen”, salían los “azules” al monte, escopeta al hombro, a “cazar rojos”
impunemente; aquellos en los que los cándidos “rojos del maqui”, abandonados a
su suerte por sus propios correligionarios, huidos a tiempo de la quema, incursionaban
en apartados molinos o en indefensas casas campesinas, para robarles algo que
echarse a la boca, sin darse cuenta de que dejaban tras de sí bocas mucho más
hambrientas…
Eso sí: unos y otros, rojos o azules, se sentían en el
derecho de escarnecer y beneficiarse a las mujeres que se les cruzaban por
delante, con o sin disculpa alguna. La cosa era indiscutible: a las “malditas
milicianas”, tan antiestéticas ellas, pero hembras a fin de cuentas, antes de
pelarlas a trasquilones y dejarlas en cueros en mitad de las plazas, había que
enseñarles lo que eran “atributos” nacionales; y a las señoritingas de
braguitas de encaje había que bajarles las bragas y los humos desde las bajuras
y “bajendades” más rústicas. (A ver quién la tiene más… azul o más roja).
Digo “flaco favor”, porque el aislamiento internacional
al que se sometió a España por entonces no nos redimió del hambre, de las
cartillas de racionamiento, de la emigración o del analfabetismo que acarrea
toda dictadura acorralada. Sin embargo, sí que generó una obtusa “resistencia”
-acción/reacción- frente a la crítica exterior, que, bien administrada
por los que todo lo pueden a la altura de las ingles abultadas, fue quizá la
que aglutinó a un pueblo infeliz frente a quienes, más o menos bien
intencionados, lo sitiaban con su crítica, prolongando nuestra agonía.
Flaco favor les hacemos a los de a pie, (pies
descalzos, digo) criticando a sus bien calzados gobernantes desde nuestros
cómodos sillones, mientras que, “ad cautelam”, levantamos muros coronados por concertinas
o mandamos al ejército (hablo de soldados rasos; no de generales) a las
fronteras, para que los que huyen de lo que nosotros criticamos no lleguen
hasta nuestras mesas a pedirnos que compartamos nuestra sopa con ellos. Y lo
que es más inquietante: en aras de nuestra personalísima manera de ver y
arreglar el mundo de los demás, nos jactamos de alzar nuestras voces
justicieras, haciéndolos sentirse sabandijas por no romperle la cara con sus
manos vacías a quienes los dominan con manos armadas de poder sobre vidas y
haciendas.
¿De verdad nos interesan ellos, o lo que queremos es
afrentarlos con nuestra bella imagen de democracia vocinglera, por no alinearse
y ofrendar su sangre cual Santas-Marías-Gorettis, defendiendo dudosas virginidades”?
Si de verdad nos interesan, digámosle con claveles lo
que de ellos nos emociona, para que se sientan dispuestos a perseverar en su
empeño de seguir vivos; no lo que de ellos nos repugna, empujándolos así a
buscar cobijo a la sombra de los padres patrioteros que custodian polvorines o
banderas repartidas con bocadillo y plaza de camioneta incluidos.
Mientras tanto, será mejor sostenerlos a ellos, a los
de a pie, con un poema que los emocione en lugar de olvidarlos desde la
seguridad de lo lejos.
En CasaChina. En un 19 de Enero de 2019