“Si no puedes avanzar una pulgada, retrocede un pie”.
Lao Tse
Por entonces –hablo de mi infancia- vendían
telas por metros y cortes de traje a medida, que sastres y modistas rurales
conseguían cortar con tijeras inmensas, y confeccionar primorosamente, sacando
los patrones de “figurines” que llegaban de muy lejísimos, en el coche de línea,
(la SADA de Jódar, los ALBANCHURROS de Bédmar, la ALSINA de Granada, la PAVA de
Madrid…) junto con las cajas de sardinas envueltas en sal gorda y la saca del correo
diario.
Soco 1 febrero 1959 |
Yo recuerdo la tienda esquinera de “Tejidos
Nieto” en Jódar, donde las piezas de tela formaban un panel multicolor tras el
mostrador de madera sobre el que reposaban “las varas”, aquellos cuadradillos
pajizos que, por ser equivalentes en longitud a tres pies, dependía de la
medida del pie de cada provincia española para tener una u otra dimensión que
se completaba con un “epa”, algo así como una propina dimensional y cicatera.
Ciertamente que hacía ya algunos años
(bastantes) que se había echado mano oficialmente de lo del sistema métrico
decimal, para evitar conflictos por un “quíteme usted allá” unos centímetros
más o menos. Pero aquellas varas, de más que dudosa medida, eran parte
indivisible de cualquier tienda de tejidos que se preciara, como los dedos eran
consustanciales a lo de echar cuentas en los puestos del mercado de abastos o “la cuarta”
lo era a los chiquillos que medían con su mano extendida la distancia entre la codiciada “chinera” y
el guá, cuando jugaban a las bolas en mitad de la calle.
A propósito de lo de los avatares de pesas
y medidas, no estará de más para los nostálgicos echarle un vistazo a este
enlace: https://es.wikipedia.org/wiki/Sistema_M%C3%A9trico_Decimal.
May, Soco y Conchi en el parque de Jódar |
Tengo yo escrito un cuento –El año
del vestido azul- que le dará título a mi próximo libro de relatos, en el que
trato de recoger los colores caleidoscópicos, los olores textiles y los
susurros sedosos de aquellas tiendas de tejidos antes de ser desahuciadas por
el “prêt-à-porter”,que dicho en román paladino es algo así como la confección a
medida y en serie, con ciertas holguras o estrechuras más o menos disculpables
con la ayuda de un buen eslogan tipo “la arruga es bella”. En ese cuento rindo homenaje a
“los retales”, aquellos restos de las bellísimas y exclusivas piezas de tela
“al corte”, tan parisinas o inglesas como inaccesibles, y que, llegadas al
final de sus larguras, dejaban siempre un trozo, ¡un codiciado retal!, del que
era imposible sacar una prenda entera si no era “combinándola” pacientemente con restos
de otras piezas cortadas al capricho de quienes podían permitirse el “ídem” de
hacerse vestidos a medida y derrochar centímetros (o cuartas) agrandando las
sisas.
De aquellos “retales” tengo yo un
recuerdo entrañable que queda plasmado en mi cuento, y que se removió por
dentro en mi último viaje a Roma por un detalle baladí.
Estaba yo en los Museos Vaticanos a
contraluz, viendo reflejado en el
cristal de la contraventana abierta a la ciudad a quien me tomaba esa foto, y
cavilando por qué las rejas de esa ventana, justamente esas rejas, me causaban
a un mismo tiempo tan luminoso desasosiego como inasible y lejano recuerdo de algo entrañable.
Me demoré algunos segundos en aquel rincón, deteniendo el deambular de locos
que fue la visita a museos tan fastuosos, cuando, sin venir a cuento, vino a mi
mente otro rincón de Roma: las rejas del puente sobre el río Tíber, frente al
Castello de Sant’Ángelo.
No sé muy bien con qué disculpa le
pedí a mi compañero de viaje que regresáramos a Sant’Ángelo. Y allí estaban:
las rejas del puente eran de la misma factura y hechuras que las de la ventana
del Vaticano. pero sin contraventanas bendecidas.
Por razones obvias, no recuerdo los
detalles exactos de ese momento, sino las emociones que trajeron a mi mente unas
hermosas imágenes de cíclopes hilando hierro fundido en fraguas colosales, y
luego tejiendo piezas de rejas bellísimas de las que, con tijeras gigantescas -tic-tac,
tic-tac- cortaban retales con los que confeccionarle
y coserle rejas a cualquier lugar inolvidable de Roma.
La luz declinaba sin remedio.
Me apresuré entonces a enfocar mi cámara fotográfica hacia el fugaz atardecer sobre el río Tíber, que andaba en deslizarse camino de su ocaso, y tropecé con el vaso de agua que había dejado sobre la mesilla de noche por si me daba sed de madrugada.
Despertarse a oscuras y con ruido de
cristales rotos, cuando se está soñando con la luz y el calor de fraguas
imposibles, es como correr descalza de madrugada hasta el balcón de la noche de Reyes Magos y encontrarlo vacío.
Pero aquel despertar no fue en balde:
me quedan las fotos de esas rejas romanas, tan semejantes y lejanas entre sí, con cuyos retales, los cíclopes de
mis sueños fundían sin prisas rejas para las ventanas vaticanas y cortaban con
el mismo tiento y dibujo barandillas a medida para los puentes sobre el Tiber, recordándome
los retales de aquella infancia en la que los vestidos no eran todavía de quita
y pon, y su belleza, aunque estuviera hecha de retales, sostenía nuestro urgente deseo
de hacernos grandes para poder ir, vestidas de “principesas”, a un lugar
llamado Roma, el país de los helados, que por
entonces era algo así como la tierra prometida.
No: los vestidos hechos de retales de
infancia no se arrugaban nunca en el armario de la memoria. Ni los afectos se
confeccionaban “prêt-à-porter”, sino que, como los fundidores de mi
sueño romano, se forjaban a golpe de martillo, cayendo una y otra vez, sin
prisas, sobre el rojo vivo del corazón y de las flores.
En “CasaChina”. En un 11 de Julio de 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario