Tal día como hoy…
Mi abuela ordenaba enjaezar “el carrillo”, aquel famoso carruaje
en el que ella se desplazaba hasta la Iglesia de arriba, cuando en Bedmar no
había otros medios de transporte que no fueran “la rubia” de Francisco Cindango
y el carrillo de mi abuela, un armatoste a mitad de camino entre las calesas
que ella tanto debió usar antes de lo de la Guerra en el paseo de coches del Retiro,
y la pesadez -y pesadumbre- de una carreta de bueyes gallega.
Como digo, tan día como hoy mandaba a Rafael el Grajo, su
fiel guardador hasta la muerte, uncir al potro -Domingo por más señas- a los
varales del carrillo, tras pulirle la collera con manteca, ordenaba echar por
encima el toldo de lona por lo de las calores de todos los 27 de junio de
aquellas tierras, meter una cesta con marranillo lechón frito y una cantimplora
de agua fresquita para el viaje, y salir con la fresquita camino de Jódar, con
aquel eterno bolso llenos de lo indecible colgado de su brazo.
Iba a felicitar a su nieta como Dios manda.
A fin de cuentas, yo era su nieta mayor de la única hija que
le dejó el destino, tras arrebatarle a la otra de una mala difteria, cuando era
una nena de cinco o seis años. Yo era la que, casi raptada por la dama, pasó su
infancia en el Barranquillo disfrutando de abuela, que es uno de los disfrutes
más recordables que conozco y recuerdo. Yo era para la que, tan “redentorientana”
ella, -mi abuela digo-, se las apañó con el que manda en los cielos para que
viniera a este mundo el mismísimo día del Perpetuo Socorro, de manera que mi
nombre estaba predestinado.
¡Santo y cumpleaños en un mismo trámite!
Recuerdo este día como el de los regalos duplicados de mi
abuela.
La llegada del carrillo a nuestra casa de la calle Méndez
Núñez se anunciaba aún antes de doblar la esquina de la carrera por el alegre
tintineo de los cascabeles de pescuezo de “Domingo”, por su repiqueteo de cascos
sobre el empedrado de una calle sin rebozar
en asfalto todavía y por un olor a mañanas jodeñas en el que se mezclaba
el del pan caliente del horno de Isabelita, en lo alto de la calle, y el de los
efluvios de las boñigas de las bestias a la espera del baldeo y el espurreo de
las cubetas vecinales.
Eran un gran día aquellos 27 de junio de la infancia en Jódar,
siempre a la espera del carrillo lleno de regalos. Pero lo que nunca podré
olvidar son aquellos pliegos de papelillos finísimos de los que mi abuela cortaba
pequeños trozos con la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro serigrafiada en
blanco y negro, y los repartía con un cuidado reverente, cual hostias cuadradas
sin consagrar, que nos los entregaba para que nos las tragáramos a manera de
comunión perpetuosa antes de abrir el bolso de los regalos de colores.
La Virgen del Perpetuo Socorro presidió nuestras vidas, las
fachadas de nuestras casas, el oratorio del Barranquillo, el altar donde hice
la primera comunión, el salpicadero de nuestros coches y mis recuerdos más
entrañables.
Y, ahora, la cabecera de mi descreimiento.
Pero, sobre todo, se adueñó de mi estómago, de mis entrañas,
en forma de “sellos” de papel de seda sin colores.
Tal día como hoy, siendo yo muy pequeña, mi abuela me llevó
en su carrillo al cortijo de La Fuensucia, y me enseñó un mosaico de la Virgen
del Perpetuo Socorro que la señora de la casa -amiga suya- había mandado
colocar en lo más alto de la fachada, semejante al que había a la entrada del
Barranquillo.
Hermanadas por el socorreo entre cortijos.
Ambas vírgenes cerámicas siguen aguantando las calorinas de
cada 27 de Junio: la una, en un Barranquillo que se cae de viejos recuerdos y
hermosas nostalgias; la otra, en el ruinoso mural de una Fuensucia reducida a tapiales
donde solo viven lagartijas, culebrinas y grajos.
También yo he aguantado hasta aquí, pegada a mi propia
fachada que a veces revoco con colorete y enjalbego con maquillaje para que los
demás crean que no llevo vivido lo que llevo vivido.
Y así voy tirando. Viendo pasar la vida con una gratitud
semejante a la de esas vírgenes de baldosín de cualquier fachada en ruinas que
me recuerdan que hubo tiempos, si no mejores, sí fueron gloriosos como un mosaico
rescatado de la escombrera.
Tiempos gloriosos porque puedo recordarlos.
En CasaChina. En un 27 de
Junio de 2019
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