(El último pinete)
45/2018
Aquella mañana el
alcalde había ordenado cambiar de sitio los pedazos de paisaje con los que
estaba hecho ElPueblo; y luego mandó ir colocando pedazos de otros
paisajes forasteros entre los pocos retales que aún quedaban de los nuestros.
Quizá fuera por eso
por lo que LaAntonia, hecha como estaba ya a recordar lo que andorreó en
el pasado más que a ver por donde andaba, se perdió irremediablemente, sin que
nadie pudiera dar razón cierta de su paradero cuando la echaron en falta.
No es que LaAntonia,
a primera vista, fuera ni más ni menos que cualquier vecino. Pero, por alguna
sinrazón, y después de tantísimo remiendo en el dolor del trasiego de criaturas,
todos se barruntaban que, junto con ElRoque, LaAntonia era lo
poco que iba quedando de la memoria de lo que fue ElPueblo muchos años
atrás; y, por si un por si acaso, cuando echaron en falta a LaAntonia,
pensaron que no debieran dejar que se perdiera sin hacer algo, si es que aún
estaban a tiempo de hacer sin deshacer pasados sin historias que contar para
los más nuevos.
Cuando comenzó la
búsqueda, algunos dijeron que, con las claras del día, la habían visto bajar como
otras veces por LaRambla, y que iba como si no acabara de saber bien por
donde iba mientras rezongaba: “¿Pero se puede saber qué calle es ésta? ¡Ni que no
me conociera el camino con los años que tengo ya!” −cuentan todavía que algunos
le escucharon decir algunas cosas más, mientras tentaba los nuevos árboles con
los que se probó a remediar el desastre de la tala de los viejos plátanos
orientales, que llevaban dándole sombra a la vida agostada de los lugareños
desde que había memoria por sus calles.
Es muy posible que LaAntonia
se pasara toda la mañana subiendo y bajando por LaRambla, porque de ella
dieron razón confusa muchos de los que todavía tenían por costumbre hacer aquel
camino a pie a muy distintas horas. El primero fue ElRoque, quien, aun
sabiendo como sabía que el efluvio de las vacas de LaCamila había
desaparecido hacía ya muchos lustros del esquinazo de la Calle Alta de San
Marcos, gustaba él de comenzar el día alargándose hasta aquel espacioso recodo
donde LaCarmen, en otros tiempos, ordeñaba a su Lucera cada tarde, después de traerla por LaRambla abajo, con
las ubres a reventar, la barriga llena de yerba y rastrojo y los ojos
adormilados dispuestos al sosiego. ElRoque, al igual que CarmenLaCamila,
había sido pastor antes de irse al espárrago a Navarra, y aún después de volver
al Pueblo y de ser viejo. Por entonces, antes de lo de la emigración, no se
privaba a sí mismo de acercarse cada madrugada, antes de que Carmen sacase a la
zaga* a su Lucera, para recomendarle
lo que siempre le recomendaba con cansinería: que procurase que la vaca comiera
durante el pasteo algo más que hierba corta y fresca para esquivar que las
flatulencias de la fermentación acabaran por no encontrar el boquete por donde
salir, y concluyeran hinchando al pobre animal hasta verse en el trance de tener
que hincarle un pedazo de caña hueca entre dos costillas para aliviarle las
bufas y los bofes* antes de que reventara.
Además, a esa hora, LaAntonia,
que había comenzado a mocear sin desdenes por aquellos tiempos, tenía por
costumbre ir a comprar la leche; y no había mejor sitio desde donde mirarla pasar
que el llano de LaCamila, sin que nadie tuviera que decir nada, ni ellos
tener nada que decirse si no era con el lenguaje de los ojos.
Lo que pasa es que, ahora,
en siendo ya viejos, nada les impedía hablarse, aunque ya no pudieran distinguir
las cosas de las que conversar y aunque tuvieran desde tanto tiempo atrás
algunas deudas de arrimo pendientes.
−A’ si te extravías,
que esto ya no es lo que era −había aventurado ElRoque esa misma mañana dirigiéndose
a LaAntonia, al verla tan desnortá como nunca la había visto.
−¿Que a ver si me
extravío? ¿Más…? ¡Sabrás tú por onde te andas a estas alturas cuando no lo
supiste ennortar entonces, cuando teníamos tiempo para vivirnos, so carcamal
sin memoria!
Al Roque le dolieron
aquellas palabras como un presagio, y echó calle adelante, sin arrodearse a
mirar hacia dónde enfilaba sus pasos LaAntonia.
A eso de media
mañana fue el hornero quien mentó los ires y venires sin norte de LaAntonia,
desde LaRambla hasta el Mercado-de-Abastos, donde, finalmente,
dijo que la había visto como si trajinara con alguien invisible, y tal
pareciera que iba buscando, en mitad de la desolación de los escombros,
aquellos puestos de cemento entre los que ella, una vez al año hasta que todo
acabó, había moceado tantas veces, bailando en la verbena, con su cancán
almidonado, sus mangas en sisa y la calentura de sus dieciocho años demandándole
ajuntamientos casuales a ritmo de pasodoble, de los que luego tanto rezongaba
el cura en el sermón de la MisaMayor, en la que los manguitos sobre los
brazos pecadores procuraban malamente una redención del desnudo baile nocturno.
Cuando ElMunicipal
entró en el corralón de lo que había sido tiempo atrás el Mercado-de-Abastos,
y mucho antes verbena anual a falta de mejor ubicación, refirió que LaAntonia
tenía los ojos como enlutados y los labios como echándoles responsos a los
tiempos muertos.
−Ya verás, Antonia,
lo bonica que va a quedar LaPlaza cuando se acaben las obras −trató ElMunicipal
de sosegarle el desconsuelo a la vieja, sin darse cuenta de que los viejos
no necesitan palabras sino paisajes reconocibles, para anclarse un poco más a
la vida y poder olvidarse de que ya no les va quedando sitio propio de
referencia.
Al caer de la tarde,
pasó por delante de la cafetería Aroma-de-Mágina,
y CrisPin, el niño pintor, le
chistó* para recordarle que tenía un dibujo nuevo que enseñarle; pero LaAntonia
parecía que llevaba prisa y siguió su camino. Una chispa más adelante, muchos
de los que estaban ligando en las terrazas del Mesón y del Paraíso-de-Mágina,
envueltos en las moderneces que salían de los altavoces echándole un pulso al
silencio, la vieron pasar, arrastrando los pies, y con toda la carga de los viejos
recuerdos del Pueblo a cuestas, doblándole el espinazo. ¡A donde iría LaAntonia
a esas horas, metiéndose en las tinieblas de aquel Parque sin música!
¿Es que nadie le había dicho a aquella vieja loca que en ElQuiosco de LaPililla hacía ya mucho tiempo que no se servían
“biscúter” de cerveza y platillos de “arvellanas” como los que LaAntonia
seguía demandando, cerril, como quien toma la costumbre de buscar en la mugre el
retrato del primer novio?
¡Si es que los
viejos no tienen apaño…!
Lo que es verla de
vuelta, nadie la vio aquella noche. Pero LaAntonia, como todos los de
antes, era muy suya; y, cuando se ponía abulaná, había que dejarla hacer a su
aire si uno no quería llevarse un berrinche con lo que era capaz de echar por
su boca cada vez que le entraba la ventolera de que le estaban robando su
paisaje de siempre, a escondidas y pedazo a pedazo.
Cuando al día
siguiente la echaron de menos, y fueron al Ayuntamiento a ver si el alcalde
quería echar un bando para organizar la búsqueda de su memoria viva, lo primero
que mentaron fueron LosPinetes, a los que ella tanta inclinación les
había tenido. ¿Y si se había caído al civanto*, con la poca vista que le
quedaba a la vieja, y la mucha querencia de aquellos rústicos poyos en los que,
a falta de mejor y más prudente sitio donde sentarse con su mozo, tantas veces
puso a orear los ardores de su juventud? Pero el regidor los sosegó
recordándoles que él mismo había mandado juntar todos los pinetes en uno solo, cegando
los huecos, y convirtiéndolos en un único banco corrido y enfoscado, sujeto por
un sólido balate de piedra seca entreverada de ripios, de manera que, gracias a
que él había estado a lo que debía de estar, aquel peligro había desaparecido
por los siglos de los siglos, asemejando el lugar, tan pintoresco y raro hasta
entonces, al de los tendidos de los parques de las mejores ciudades que él
conocía dentro y fuera de España.
Además, estaba
remediado lo del peligro de los huecos. Y no es que jamás se hubiera dicho que
por allí se despeñara nadie desde que había memoria; pero el progreso era el
progreso, y la amenaza de las mellas entre pinete y pinete, era algo así como un
acecho sin fecha; de manera que, por mucho que los viejos echaran de menos los sin
par y singularísimos Pinetes-del-Pueblo, había llegado el momento de que
alguien con ideas nuevas se ocupara de apañar paisajes, desterrar peligros en
potencia y traer nuevos aires que los igualara a los pueblos más modernos.
(Y, de paso, quitarle
las telarañas a la memoria añeja. Hasta que, con el tiempo, otros vengan a
borrarle la suya. Pero eso no lo saben todavía).
A LaAntonia la encontró ElRoque.
No es que a él, por
ser el más viejo, le hubiera encomendado nadie el trayecto menos dificultoso;
es que él siempre fue de decidir por cuenta propia; era el que más y mejor
conocía a LaAntonia, y, por eso, mientras las cuadrillas de la búsqueda se
esturreaban por LaAlmendrera, por detrás del Castillo, por el CaminoViejo,
por LasProtegidas y hasta por las ruinas de La Fuengrande y ElBoquerón
que atraviesa el pueblo encauzando avenidas de tormentas desde el rastrillo
de LaCalleMayor hasta sabe Dios dónde, ElRoque enfiló en
solitario la carretera que él recordaba de entonces sin vacilar ni por un
momento. Salió del ElPueblo por el MundoGráfico. No quería pasar
por LaPililla para no tener que agarrarse un berrinche con ese árbol
señoritingo que le han puesto al pilar en la delantera, impidiéndole al viejo pilón
mostrar su brava hermosura de piedra viva sin celajes de falso postín. Fue
rodeando por su izquierda ElPelotar, tratando de no recordar la desaparecida
Cueva-del-Gato ni mirar el destartalado corralón que corona y deslustra
ahora tan hermoso paraje de entonces.
Cuando pasó por LosPinetes,
cerró los ojos para no tener que dolerse de su flamante inexistencia, y,
mirando hacia el secarral donde tantos años antes había cabrilleado el frescor
de LaAlbercaRedonda, le dedicó una emoción especial al recuerdo del
“granadillo”, junto al que le había dicho a LaAntonia al oído aquellas
cosas picantes que tanto le hermoseaban a la moza la cara a fuerza de rubores.
A su derecha, hacia
abajo, el viejo tejar de ElBarranquillo era ahora una ramplona urbanización
dispareja y recalentada; y ElBarranquillo mismo, con su eterno pino
“hendido-por-el rayo”, un desdibujo de lo que fue y una larga tristeza siempre a
punto de sucumbir.
Según avanzaba, vio a
su izquierda la vieja empedradura que maldejaba paso a un estrecho sendero, la
pronunciada revuelta del antiguo Puente-del-Barranquillo oculto por la
maleza, y salvada ahora su curvatura por un enderezamiento de alquitrán perfectamente
trazado, ancho y liso.
Se metió por el desmoronado
camino, casi sepultado bajo el imperio de los cardos corredores; separó el
enramado de retamas a punto de florecer, evitó respirar el amargo olor de las pródigas
adelfas silvestres para evadirse del dolor de cabeza que le producían aquellas
flores tan resistentes como malignas, dejó atrás el esqueleto de un primer
pinete, amparado a la sombra de un almendro que se caía de viejo, y avanzó con
cautela hasta el otro lado de la curva.
Allí estaba ella,
sentada en el suelo, las piernas extendidas, dejando ver de lejos las
desgastadas suelas de sus alpargatas de estameña; con la espalda apoyada en la
irregular superficie del último pinete indultado por el olvido de los
municipales afanes modernistas. A fin de cuentas, ¡quién se acordaba ya de esa
curva abandonada a su suerte después de enderezarla con la carretera nueva!
¡Ella, la de toda la
vida, SuAntonia, con la cabeza inclinada apenas sobre un hombro, y las
manos cruzadas en el regazo sosteniendo una ramilla rediviva de tomillo
aceitunero!
Como él sabía de
antemano, LaAntonia no podía estar en otro sitio que allí, en ese último
pinete, de entre los tres que se habían salvado de las inevitables memorias de las
moderneces municipales, que tanto peligro decían que remediaban, aunque nunca
se hubiera sabido de ninguna desgracia.
Bueno, a decir
verdad, una vez, cuando LaSebas era una mocosa, sí que se cayó por
el cantón cuando iba saltando pinetes. Pero ni siquiera se desolló las
rodillas.
¡Ay, LaAntonia,
y su propensión a recuperar lo perdido, de enmendar lo irremediable y de cumplir
con la palabra empeñada…!
“A fin de cuentas −musitó−
¡qué sabe la juventud de ahora de lo que representan los viejos paisajes para
quienes ya no nos queda otra cosa que recordar! ¡Si lo supieran…!”.
Sin pensárselo dos
veces, el BuenHombre se sentó a su lado sobre un pañuelo que sacó del bolsillo
y que extendió en el suelo. Apoyó su espalda contra el pinete, le pasó su brazo
ajado y quebradizo por los hombros y la atrajo hacia él, sin que aquel cuerpo,
ya vacante de alma, ofreciera una última resistencia al abrazo adeudado y
siempre pospuesto.
Besarla no iba a
besarla. Ni se iba a aprovechar ni hacía ya falta ninguna. Pensándolo bien,
ellos se habían estado besando toda la vida, aunque solo fuera desde lejos, y de
deseo o de intención.
Se besaron con los
ojos muchas veces, debajo de los álamos de LaRambla, cuando ella iba con
su lechera a casa de LaCamila…; hasta que alguien pensó que aquellas frondas
centenarias de LaRambla, que tantas cosas ocultas sabían, pudieran traer
rincones maleantes y malos pensamientos para las nuevas generaciones.
Y los talaron.
Se besaron con el
aliento, mientras enroscaban los brazos enfebrecidos en la verbena de LaFeria,
que cada año se ponía en el ruinoso Mercado-de-Abastos, hasta que a la
verbena le encontraron mejor y más anchuroso acomodo en el corralón que quedó
cuando demolieron la insalubre indignidad de la vieja CasaCuartel-de-la-GuardiaCivil,
y el Mercado-de-Abastos ya no servía ni para mercado ni para verbena.
Ni para recordar.
Se besaron con el tiento
de los labios bebiendo del mismo gollete de un botellín compartido, un
“biscúter” consumido a medias; sentados en la penumbra de las sillas de enea
del ausente Quiosco-de-la-Pililla, en
aquellas noches de canícula en que, entre el único ruido de los susurros sin
tráfico ni altavoces, se escuchaba el rebuzno de algún rucio en celo y el
gorgoteo de los dos caños del pilar de LaPililla
hablándose entre ellos de sus cosas.
Se besaron a saltos,
mandándose alientos de pinete en pinete, en la intimidad de aquellos sólidos espacios
discontinuos por los que se cayó LaSebas, pensados para el asiento de
dos, sin acabar de despeñarse ellos por el civanto del deseo, aunque todo fuera
desazón de sangre hirviéndoles dentro del perol de unos cuerpos en sazón
dispuestos a lo que fuera en la estrechez de un pinete sin enlucir, que
mostraban sus vergüenzas de piedra vista a quienes quisieran verlas.
Ellos hicieron de uno
de los Pinetes un banco privado, desde el que hacerle la guardia a las noches
de verano.
Una noche, justamente
la del día antes de irse él a Navarra, a lo del espárrago, para no volver nunca
en condiciones de cumplir lo que se prometieron, ElRoque y LaAntonia
se arriesgaron a ir carretera adelante, algo más lejos que lo que las buenas
costumbres ordenaban, y se besaron de verdad y en carne viva sentados en ese último
pinete del puente de la curva del Barranquillo, donde ahora perseveraba inmóvil
la mujer, y al que ella había ido a buscar su inmortal recuerdo; aquel que a él
nunca se le borró de la memoria, ni siquiera cuando, harto de no poder
encontrar los dineros precisos para el camino de vuelta, se casó con la otra,
mientras recordaba, palabra por palabra, la voz algo ronca de la noche del
beso:
−No quisiera yo
morirme en otro sitio que no fuera en este pinete. Eso sí: después de otro beso
tuyo como el que me acabas de dar.
−¡Así sea!, −había
respondido él entonces como si pronunciara un conjuro.
¡Para qué iba a
besarla!
Había sido ella la
que se había muerto sin consideración, y sin darle ocasión a que le diera el
beso que se tenían apalabrado.
Claro que a él aún
le quedaba por cumplir con la palabra empeñada. Y él era un hombre de palabra.
Lo mejor sería
seguirla a donde quiera que se hubiera ido, antes de que llegaran las
cuadrillas de la búsqueda.
Los encontraron más
tarde.
Pero nadie de la
cuadrilla mentó la existencia de los últimos pinetes; no fuera a ser que a
alguien le diera por…
En CasaChina. En un 29.06.2018