(Croniquilla del Viruso Coronado -- 03)
Que el Dios de las verdades (y −claro
está− la familia de la que voy a mentar) me perdonen si lo que contaré a
continuación, como motor de arranque de esta croniquilla virusera, no se ajusta
exactamente a mi verdad (que no tiene por qué coincidir con la verdad de quien
me lee). Pero yo lo voy a referir como creo que lo escuché, y que sea lo que
Dios quiera.
La cosa es que, en esta España de bandas
de música callejeras, toreros corneados por el hambre a los que se les apelaba
como “maestros”, y maestros que aplicaban su más excelsa maestría en torear al
hambre a golpe de aquello de “pasas más
hambre que un MaestroEscuela”, en esta España nuestra −digo−, tuvimos
una vez una Duquesa con mayúsculas, con más títulos nobiliarios que la
mismísima reina de Inglaterra y más nobleza castiza en su colección de títulos
que el caballo del Cid enjaezado para la Feria de Sevilla. Me refiero a la Duquesa
de Alba, doña Cayetana por más señas, aficionada ella al buen cante, al catre
con dosel de recambio en cuanto la parca se lo dejaba disponible, al buen toreo
currista aunque fuera de una sola tarde y, sobre cualquier otra cosa, al buen decir
chascarrillero[1],
aunque solo fuera en su boca ya titubeante donde se ennoblecía la misma materia
prima que en la mía resuena como una ordinariez barriobajera e irredenta.
Vean si no.
Escuché decir que nuestra Duquesa
Nacional no le ponía reparos a un vino, aunque fuera peleón; (“…si el cuerpo te
pide vino, dale vino”). Pero si alguien le acercaba un vaso de agua −un decir−
o, mismamente, un botijo restregado con hojas de higuera, miraba ella de manera
torva cual eral enterizo, escarbaba en el suelo con la puntera de sus zapatos
de lunares, se arrancaba desde la puerta de chiqueros y embestía a palabra campante,
aunque entrecortada, como administrada por riego de goteo de un telégrafo oxidado:
“Yo no bbbeebboo aaguuua, queee eeesss dooonnnde
foollaaan los peeeces”.
No quiero ni pensar lo que hubiera
sentido mi difunto, tan exquisito y comedido él, si llega a verme poner por
escrito la palabra “follar”, ésa misma que le arrancaba estentóreas carcajadas
cuando se la escuchaba pronunciar con todas sus letras y en plan código
telegráfico a nuestra doña Duquesa.
El dicho de la doña Duquesa viene a cuento de
lo que acabo de escuchar como manera de entendérselas cuerpo a cuerpo con el
Viruso Coronado.
Aclaro que estoy ya en mi tercer día de
arresto cívico.
A falta de vis a vis que echarme a los brazos en este
encierro, sancionado por el Gobierno de la Nación a golpe de Decreto, inicio yo
un cara a cara con mi ordenador, a cuya pantalla rebotan como saltamontes un
sinfín de “noticias-de-buena-tinta”, susurros, advertencias, rumores, sospechas,
sustos, confidencias, supuraciones de dudoso humor, bufidos deshumorados y
otras “revelaciones”, entre cuyo batiburrillo se abren paso a codazo
limpio los más singulares remedios contra el mal(dito) Viruso causante de la
holganza nacional.
Hoy, y en pijama de YouTube, salta ante
mis ojos un video que aparenta ser sesudo y de aspecto “seriously”, que invoca un
“versado estudio” de no-sé-quién, experto en no-sé-qué, en el que se recomienda,
cual verdad de fe de Papa Formoso, la ingesta de agüita de limón a bocanadas, como si semejante jarrucheo ácido
fuera el mismísimo Bálsamo de Fierabrás.
Como lo del encierro por decreto parece
que a una servidora le está afectando a las burbujas de la memoria, siento que,
con lo de “el agüita de limón”, me revienta la ampolla más vomitiva
y diarreicas de mi infancia: la del AGUA DE CARABAÑA.
Aquello fue el año
del vestido de las bolillas.
Era
aquel vestido una especie de funda a cuadros, con volante sandunguero por abajo,
y capichuela charra por arriba, rematada por las bolillas de marras, tipo
lampara de mesilla de noche retro, que nuestra madre había copiado de una
revista de modas de París, pero que en el Jódar de los años 50 no acababa de acoplarse
con las maneras de los paisanos ni sacudirse de las guasas de las nenas de la escuela
de doña Medarda −la maestra represaliada de la que tengo que escribir algún día−.
Entre nosotros: si el
Marqués de Santillana llega a ver semejante vestido con colgajos, ya se hubiera
tentado él, y mucho, las entretelas de su jubón antes de ponerse a escribir su Serranilla
V; ésa que dice:
Entre Torres y Ximena,
açerca de Salloçar,
fallé mora de Bedmar
sanct Jullán en buen estrena.
açerca de Salloçar,
fallé mora de Bedmar
sanct Jullán en buen estrena.
Pellote negro vestía,
e lienços blancos tocava,
a fuer dell Andalucía,
e de alcorques se calçava.
e lienços blancos tocava,
a fuer dell Andalucía,
e de alcorques se calçava.
Claro
que, según lo que dice el diccionario, a lo mejor eso de “pellote” iba con
segundas.
¡A
saber!
Pero sigamos con lo nuestro.
Como iba diciendo, el año del vestido de las pelotillas me entraron a
mí de repente unos picores de origen desconocido y ferocidad pandémica, más propios de una pubertad recién hormonada que de los seis años que apenas reunía, y que acabaron en ronchones espurreados por todo el cuerpo, tipo traje-de-gitana con los lunares achispados.
mí de repente unos picores de origen desconocido y ferocidad pandémica, más propios de una pubertad recién hormonada que de los seis años que apenas reunía, y que acabaron en ronchones espurreados por todo el cuerpo, tipo traje-de-gitana con los lunares achispados.
No es que en los años 50 del siglo pasado
hubiera muchos remedios contra tantísimo garrotillo, ciciones, torozones
diviesos, rijas y otros alifafes como los que nos aquejaron después de liarnos
a estacazos en aquella Guerra guarrindonga que tanto se llevó por delante; pero,
como a falta de
pan, buenas son tortas, (y a falta de vacuna, buena es el agüita de limón), hubo que echar mano de otra agüita milagrosa “de cuyo nombre no quisiera acordarme” porque me entran los siete males: el AGUA DE CARABAÑA.
¡Qué decir del agua de Carabaña!
Ni el aceite de hígado de bacalao −en el
que mi hermana May mojaba sopas−, ni siquiera el ricino, que por entonces se
llevaba al personal patas abajo en las cárceles contra el rojerío con más saña
que el Coronado ese que se ha puesto de moda como moderno carcelero… ¡Nada!, nada
puede compararse con la tortura a la que se sometió a esta servidora que, a
pesar de los pesares, sigue escribiendo sesenta años después.
Puesta a elegir, podría jurar por las
pelotillas de mi vestido recién estrenado que me hubiera quedado con semejantes
picores, por mucho que me tuvieran en plena convulsión del Mal de San Vito,
antes que volver a beber una gota de aquella agüita curalotodo, comprada en la
Farmacia de Miguelito, −esa que sigue tal cual− y que, unida a una dieta de
ayuno absoluto impuesta por decreto del galeno galduriense, don Francisco
Herrera por más señas, casi me dejar reducida a una radiografía de la nada
vestida de madroños.
¿Y
ahora me vienen a mí con lo del AGÜITA DE LIMÓN para la cura del Viruso
Coronado?
¡Vamos, anda!
Yo, manzanilla.
Y no de esa que se sirve en tacita de
porcelana, después de cocer un yerbajo que a saber si no está contaminado con las
sobras del “follaje” de cualquier lagartija, y que me cae en el estómago como
una bola de alcanfor.
La manzanilla que yo digo se destila en San
Lucar de Barrameda, viene en una botella oscura especial para beodos y sienta
como manjar sagrado en tiempos de privaciones de cualquier estirpe.
Y, además, desinfecta.
[1]
No sé yo si el sustantivo “CHASCARRILLO” admite esta conversión adjetivante.
Pero a mí me gusta.