INTERMEZZO I. (Escaparates y
escaparatistas o “El discreto encanto de la burguesía”:
Publicada la anécdota con la que arrancó nuestro viaje
a Italia, sobre el perspicaz taxista que nos confundió con políticos cuando, a
su pregunta sobre nuestra profesión, antes de identificarnos como escritores, le
respondimos que nos dedicábamos a la profesión más bella del mundo que era contar
mentiras, creo que bueno será ir publicando en Facebook algunas, solo algunas
de estas crónicas, divididas en “intermezzi” y capítulos (fórmula esta última tan
mágica como ampulosa, que solemos usar los escritores para exorcizar el tedio, animándonos
a nosotros mismos a continuar lo comenzado y tantas veces abandonado a mitad
del camino).
La paradójica decisión de hacer público en plan
privado un puñado escogido de semejantes aventuras no sé muy bien si la tomo por
dar respuesta al entusiasmo de algunos amigos virtuales y personales frente a
aquélla primera crónica con la que se abrió boca a la expectativa de un nuevo
libro; acaso sea por materializar el espejismo de inmovilizar en un primer
plano fijo las complicidades del tiempo, consolidadas a lo largo de años, o
recuperarlo –me refiero al tiempo- allí donde el tiempo fue extrañamente
inenarrable, agridulce a veces, pero intenso; o si, por el contrario, lo hago por
un afán tan atemporal como legítimo de exhibicionismo tardío con el que
convencerme a mí misma de que aún hay tiempo, cuando en mi fuero interno sé que
ya no lo hay, y quiero aprovechar el que quede compartiendo lo que sea.
Pero compartiendo.
Y departiendo.
Sí; definitivamente, y para quienes aún alberguen
alguna vacilación, torturándose bajo la “culpa” de esa invencible seducción de
una pantalla de ordenador, o la frívola tacha de ordinariez por andar de parloteo
con desconocidos, (“nena, no hables con forasteros, que esos van a lo que van –decían
mis santas consejeras del siglo pasado-”), quiero defender desde aquí el
derecho a la voluntaria exhibición virtual.
Y es que tampoco hay que buscar, ni importan
tanto las razones por las que nos “enseñamos” a nosotros mismos de manera instintiva,
y a veces compulsiva, en estos territorios indefinidos que son las redes, sobre
todo cuando, por haber traspasado las últimas fronteras de la jubilación –o como
quiera que se llame esto de hacerse viejos a solas- ya no tenemos necesidad de “cuidar
nuestro curriculum”, administrándolo a
él y gobernándonos nosotros juiciosamente, como cebo impoluto reservado al delicado
paladar de los empleadores; ni tenemos que seguir guardando el mal llamado “buen
paño” de nuestra intimidad en un arca[1] que nadie va a venir a
abrir a ciegas, por falta de futuro para las polillas retranqueadas, cuando
podemos (y debemos) sacudirnos sin tardanza las zonas apolilladas, y
despilfarrar lo propio a nuestro capricho, como se hace al escribir un artículo,
al publicar un libro, al aceptar dar una conferencia, al conceder una
entrevista de radio; o al irse al baile de la plaza en chanclas y con los rulos
puestos; o, llegado el fresquito de la noche en tierras de secano, agarrar el
abanico e ir a sentarse uno a la puerta de las casas para ver pasar a los desocupados,
exponiendo desde el traqueteo de las mecedoras las mollas de nuestras rodillas
abiertas sin reparos al sesgo de sus miradas.
Si que tengo, pues, que diferir de quienes instalados
en lo inquietante del “des”, “des-autorizan”, “des-confían” y “des-califican”
a propios y extraños (y, lo que es peor: a sí mismos), abominando a
regañadientes de este ir y venir por la insomne compaña de los pasillos
virtuales, aventando hitajos[2] y remiendos de intimidades
vestidas de trapillo, y se “des-esperan”
contra lo inevitable de la necesidad de los encuentros.
Y difiero de estos acongojados por la censura
propia y ajena, por la simple razón de que, quienes así dicen, pienso yo que, o
están hablando por boca de ganso[3], o se rezagaron en unas rancias e insanas graderías de fórmulas inquisitoriales,
acosados por el comadreo de brazos en jarra y por algún inconveniente compadreo,
fórmulas aquéllas que hace tiempo debieran haber quedado amortizadas por una
bien entendida higiene mental individual y una consensuada obsolescencia social,
dejándolas relegadas al nicho de los “programas basura”.
¡Cuándo, si no, pudiéramos soñar en mantener una
conversación con el otro lado del mundo en tiempo real y desde la soledad que
suele venir de la mano de los muchos años cumplidos sin darnos licencia para
vivir!
¿Hay algo más
sano que comunicar y comunicarse respetuosamente, gozosamente, llanamente, sin asediar
intimidades ajenas, pero arrinconando sin cautelas aquel “discreto encanto de
la burguesía” de Buñuel?
Claro que en su derecho –original o inducido- están
los que piensan que esto de Facebook es semejante a los escaparates del Canal
Rosa de Ámsterdam, a las vitrinas de Frankfurt,
(aunque a lo mejor son las de Nurenberg), a las aceras de la Calle de La Montera de Madrid o las lucecitas rojas de
clubes de cualquier carretera –en cuyos lugares, por cierto, solo se luce y
oferta mercancía femenil, para reclamo y espejuelo de tránsitos macheriles más o menos despoblados,
a los que nunca fue preciso publicitar ni sacar a subasta porque se dispensan
ellos mismos a granel o al menudeo cuando están etílica o realmente tristes.
He introducido este primer INTERMEZZO en lo del
viaje a Italia en busca de las huellas de nuestros personajes, para afirmar
rotundamente que siempre me han causado una especialísima ternura y un
profundísimo respeto esas mujeres de club de carretera, de salón parisino del
S. XIX, de Canal Rosa, de esquina oscura de aldea o de protagonista de una
ópera tan majestuosa como “La Traviata” o una zarzuela tan de barrio como “La
Dolorosa”; esas mujeres que han tenido que hacerse cargo de sembrar en
descampado y abrigar con sus cuerpos, comprados a golpe de talonario o a precio
de saldo, los despojos de tantos desahuciados del costoso amor a sueldo fijo
sin derecho a despido.
Pero ése es un tema lo suficientemente respetable
como para tratarlo de pasada y frívolamente. Así que dejémoslo para mejor
momento y sigamos con las triviales croniquillas de nuestro viaje primaveral, a
la búsqueda de las huellas de nuestros personajes de la próxima novela, que sólo Dios sabe si
será escrita si conseguimos que no se nos desmanden los personajes y se pongan
a vivir por su cuenta su propia vida ignorándonos a nosotros.
Sigamos, pues, a lo nuestro.
No sin antes dedicar un amoroso y agradecido recuerdo a la hetera (“mujer de la vida” que se suele decir con un talento poco percibido) más honesta, santa y sabia del mundo de lo honrosamente furtivo: “Salomoncica”, el personaje central de mi novela VIRGO POTENS, de la que tanto aprendí mientras la creaba.
En “CasaChina”.
En un 8 de Julio de 2017.
[1] “El buen
paño en el arca se vende” es un refrán con el que se nos enseñaba a ser
discretas con nuestras vidas femeniles si queríamos encontrar un novio en
condiciones.
[3] “HABLAR
POR BOCA DE GANSO”: “Cuando un ganso grita, todos los demás se pliegan al
barullo” http://www.revistaelabasto.com.ar/99_zimmerman.htm