VA DE...Batiburrillo literario

viernes, 9 de noviembre de 2018

ITINERANCIAS


Cuando bebas agua, recuerda la fuente.
Proverbio chino.

El camino de la vida ha sido -sigue siendo- largo y generoso. Y es hora de hacer balance.
A estas alturas, quizá mi única pertenencia es la Gratitud. Así: Gratitud con mayúsculas; como todo lo imperecedero. Y no puedo por menos que agradecerles a mis Compañeros de viaje, en lo más hondo de mi corazón, haber sido mis maestros.
A todos Ellos, -y a los Otros-, les agradezco sin límites haberme enseñado a agradecer sin límites; sentimiento que se parece mucho a recorrer la vereda en comparsa, arreando lo propio según se pueda, sin envidiar el género de los otros arrieros.
Y echar una mano con el peso ajeno siempre que se pueda.

Mi más precioso aprendizaje fue el haberme instruido en agradecimiento. Es glorioso poder, saber y querer agradecerle a la vida ser quien soy, sin necesidad de robar cargas ajenas, a la recacha de las sombras de la noche o aprovechando los escollos del camino, para intentar sin conseguirlo salir de la indigencia.  
Como diría Juan Ramón Jiménez:
Todo para ellos, todo, todo:
viñas, colmenas, pinos, trigos…
Yo bastante he tenido con mi ilusión de luz
con mi acento divino.
He sido cual la rosa: todo esencia;
igual que el agua: solo desvarío.
Y fueron ellos
tierra sana a mi raíz ansiosa
y cauce humano a mi raudal altivo.
Todo; que si ellos no han pensado nunca
¡qué pobres habrán sido!

Según iba caminando con Ellos, -y al lado de los Otros-comprendí poco a poco la lección magistral: solo la gratitud nos redime de nosotros mismos; porque el poder del agradecimiento es infinito, sanador, identitario.
Se trataba de aprender a decir “gracias” desde lo más inmortal del ser; a buscar el arrimo de los redimidos y a redimir con piedad a quiénes realmente fueron dignos de lástima: los Otros.

Nunca sentí lástima del Ciego cuando lo vi tantear y transitar el camino con esplendor, sin necesidad ver, mientras que, a la espera de su momento de gloria, agradecía socarrón a los Otros, sus eventuales lazarillos, las astutas indicaciones que le menudeaban, al tiempo que hacían agujeros en su jarra de vino, atorándolos seguidamente con cerote, al acecho de un fuego que lo derritiera[1] en su beneficio.
Cuando, como en El Lazarillo de Tormes, el Ciego se adormilaba junto al fuego, la jarra del vino resbalaba de entre sus manos estrellándose sobre la frente de los mamíferos.

Jamás hubiera podido compadecer al Sordo. Pronto percibí que el Sordo, desoyendo el ruido de lo miserable, es capaz de entender la intensidad el mundo sin necesidad de escucharlo, mientras agradece el color de su silencioso universo.
Cuando el Sordo nos escuchaba, sus ojos parecían abrazos.

Supe sin esfuerzo que al Paralítico le bastaba con su pensamiento para recorrer en un segundo todas las magnitudes del cosmos. Y agradecerlo con el tacto de una contemplación eterna era su manera de mostrar una gratitud alada; la última oración que el Paralítico elevaba al cielo al final de cada día.
De su parálisis aprendimos a movernos sin miedo en la oscuridad.

Quien me cautivó y me mantuvo junto a él durante largas jornadas fue aquel Mudo que, según iba desgranando la munificencia de la vida con un silencio mucho más intenso y descriptivo que si lo hubiera relatado con palabras, agradecía con fervor no tener que pronunciar los nombres de lo extraordinario. “Ponerles nombre a las cosas -me pareció entenderle- es apropiarse de lo que nombras y comenzar a sentir miedo a perderlo”.
(Él, durante el largo trayecto de trocha que compartimos, nunca me puso nombre).
Con el tiempo, todos los Caminantes aprendimos a reconocernos a nosotros mismos a través de aquello -¡tanto!- que teníamos que agradecernos entre todos nosotros.

¡Ah, la gratitud, qué gran maestría!

Solo hubo un transeúnte que arrancó de mis entrañas auténtica lástima; la misma lástima desgarradora que vi dibujada en los ojos de todos los Caminantes que íbamos de paso. Me refiero al Ingrato.

El Ingrato se unió a nuestra caravana todo sonriente y ladino, sinuoso y encantador; envuelto en tan embaucadores como endebles ropajes, con los que nos deslumbró durante un corto e intenso tramo. Pero, en cuanto las inclemencias del día a día comenzaron a rasgar sus vestiduras y a desgastar sus sandalias, apareció su verdadera piel, helada como la de las serpientes.
Apiadados, decidimos compartir con él nuestro bagaje. Pero, a pesar de estar dispuestos a arroparlo con parte de nuestro atuendo, él comenzó a no conformarse con nada, y nos robaba las mantas mientras dormíamos al raso, escondiéndolas entre zarzales.
Así fue cómo, antes de dejarlo atrás olvidado, comprendimos que el Ingrato jamás nos entendería, ni entendería que, sin lo que le iban arropando los Caminantes, nunca hubiera sido quien era, ni hubiera llegado a donde estaba.
Lo cierto es que fue quedándose solo.
Desnudo y descalzo, aún dicen que renqueaba el Ingrato; pero no alcanzó a llegar a ningún sitio donde encontrar compañía a la que seguir expoliando.

Cuentan algunos arrieros que vienen de vuelta de la vida que, al final del camino, lo vieron ralear, tapando sus vergüenzas con los harapos de seguir siendo ajeno a sí mismo. Pero eso no pudo saberlo; porque nunca supo quién era.
Ni siquiera supo si tenía algo que agradecerse.
Quizá nunca fue nadie.

En CasaChina. En un 9 de Noviembre de 2018


[1] Ver el pasaje del ciego y la jarra de vino en “EL LAZARILLO DE TORMES”.  http://cpsalinas4.blogspot.com/2012/11/el-lazarillo-y-el-jarro-de-vino.html

martes, 16 de octubre de 2018

EL PREMIO PLANETA 2018


104/2018
        Seguramente, escribirá muy bien. No seré yo quien lo ponga en tela de juicio.
De seguro que su novela se vende como rosquillas. Tiene él antecedentes con otras cosillas ya escritas que dicen que no están nada mal.
Además, tiene un historial en lo de decires y saberes que a una servidora la deja con la boca dislocada, abierta como la de los leones del antiguo correos de Madrid, donde echábamos las cartas para el novio en los tiempos en los que escribíamos cartas, y las metíamos en aquellas fauces de bronce, siempre con el regomello de si al otro lado habría una saca de llevar y traer quereres escritos, o un estómago metálico dispuesto a digerir nuestras desesperanzas de lejanías metidas en sobres de medio luto, cuando media España estaba saliente de una guerra en la que espurrearon muerte para cada casa, sin miramientos.
Vaya que el ganador del “Planeta” no tiene la culpa de que a mi me hayan dejado arrinconada, y a mi novela aspirante la vayan a meter en alguna de esas máquinas de hacer tirillas de papel, (“los originales no premiados serán destruidos”) que tanto le han dado a ganar a sus inventores desde que lo de la Ley de Protección de Datos le está haciendo el trabajo sucio a los quemalibros inquisitoriales de aquellos otros tiempos en los que se podía hacer una lumbre en mitad de cualquier plaza pública, sin que apareciera la patrulla de retén de los bomberos, e incluso la Armada Invencible, dispuesta a cañonear a los miserables pirómanos de hojas otoñales.
¡Un torozón! Eso es lo que a mi me ha dado en cuanto he leído el titular del CONFIDENCIAL: Santiago Posteguillo gana el premio Planeta con una de romanos feminista”.
¡Pero quién me mandará a mí olvidarme de escribir sobre los romanos!
Ya digo: que no será una servidora quien vaya a enmendarle la planilla a quienes lo han señalado con el dedo de hacer feliz a cualquier juntaletras como yo; y, además de convidarlo al cenorrio de Barcelona, le han soltado al tal Santiago Posteguillo (recordar leerlo de seguido) un cheque de esos que una no acaba de comprender en su verdadero alcance de ceros, pero sí que nos redimen de tener que echar cuentas para calcular con tiento cuánto tiempo dedicarle a lo de escribir, y cuánto a lo de ganarse la vida del día a día.
No, si el chiquillo debe bordar lo que escribe. ¡Estaría bueno! Pero nadie me negará que, con lo jovenzano que es, a él le queda más tiempo que a mí para lo de ganar premios y esas cosas que tanto nos gusta a los escribidores, y que muy pocos conseguimos. Y podía haberse puesto a la cola.
Porque, además, ¡yo estaba primero! Que me pasé semanas esperando que se abriera la veda (léase la convocatoria del premio en cuestión) para disparar mi novela por correo postal hasta el coto de caza de la editorial de mis entretelas.
Claro que, de la misma manera que, como dice el refrán, “siempre hay un roto para cualquier descosido”, y que “no hay mal que por bien no venga”, voy a tener que alegrarme de que me hayan ignorado en lo del “Planeta”. Porque, según está para los viejos lo de la Ley, en lo de escribir en España, cualquier pensionista de los de a pie (porque la pensión no llega para ir en coche) en cuanto gana un premio de esos, le rebanan la mitad de la pensión por osado y por escribiente galardonoso, cuando ya está de más en lo de producir, aunque sean ideas.
Así que, visto lo visto, más vale que el “Planeta” se lo hayan dado a un jovenzano en activo que a cualquier vejestorio como yo, de los que aún nos empeñamos en contar historias como si de verdad hubiéramos vivido.
Vivido más de la cuenta -digo- y tener el atrevimiento de andar escribiendo, como si no nos acordáramos de que estamos viviendo de prestado, y no debiéramos tener la audacia de andar escribiéndonos a nosotros mismos al dorso del papel en el que cada año nos comunican que nuestra pensión ha subido un euro, pero que, como cualquiera de nuestros escritos tenga la mala sombra de ser señalado por el dedo de los dioses editores, nos mandarán directamente al purgatorio de los viejos: el de la media pensión.
Además, y pensándolo con sensatez (que no es lo mío), ¿para qué quiero yo tantísimo euro como los que escriben en ese cheque de marras si a esta edad, acostumbrados a no ser gastosos por no tener de qué, no nos queda ya suficiente tiempo para gastarlos?

(¿O sí…?)

¿A que todo lo dicho son buenos argumentos para consolarme delante del espejo de perder?
Buenos son.
Pero…eso sí: yo estaba primero.

En “CasaChina”. En un 16 de Octubre de 2018 (con resaca del “Planeta”)

HABITANTES DEL PÁRAMO CON TOGA Y BIRRETE

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