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martes, 11 de julio de 2017

RETALES ONÍRICOS Las rejas romanas



 




“Si no puedes avanzar una pulgada, retrocede un pie”.
Lao Tse



Por entonces –hablo de mi infancia- vendían telas por metros y cortes de traje a medida, que sastres y modistas rurales conseguían cortar con tijeras inmensas, y confeccionar primorosamente, sacando los patrones de “figurines” que llegaban de muy lejísimos, en el coche de línea, (la SADA de Jódar, los ALBANCHURROS de Bédmar, la ALSINA de Granada, la PAVA de Madrid…) junto con las cajas de sardinas envueltas en sal gorda y la saca del correo diario.
Soco 1 febrero 1959
Yo recuerdo la tienda esquinera de “Tejidos Nieto” en Jódar, donde las piezas de tela formaban un panel multicolor tras el mostrador de madera sobre el que reposaban “las varas”, aquellos cuadradillos pajizos que, por ser equivalentes en longitud a tres pies, dependía de la medida del pie de cada provincia española para tener una u otra dimensión que se completaba con un “epa”, algo así como una propina dimensional y cicatera.
Ciertamente que hacía ya algunos años (bastantes) que se había echado mano oficialmente de lo del sistema métrico decimal, para evitar conflictos por un “quíteme usted allá” unos centímetros más o menos. Pero aquellas varas, de más que dudosa medida, eran parte indivisible de cualquier tienda de tejidos que se preciara, como los dedos eran consustanciales a lo de echar cuentas en los puestos del mercado de abastos o “la cuarta” lo era a los chiquillos que medían con su mano extendida la distancia entre la codiciada “chinera” y el guá, cuando jugaban a las bolas en mitad de la calle.
A propósito de lo de los avatares de pesas y medidas, no estará de más para los nostálgicos echarle un vistazo a este enlace: https://es.wikipedia.org/wiki/Sistema_M%C3%A9trico_Decimal
May, Soco y Conchi en el parque de Jódar
Pero a lo que íbamos: lo de las tiendas de tejidos, sus peculiaridades y una anécdota nostálgica en nuestro viaje a tierras italianas en busca de la memoria perdida. Ya sé, ya sé que me estoy embrollando; pero un poco de paciencia, que todo llega antes o después. Hasta el olvido.
Tengo yo escrito un cuento –El año del vestido azul- que le dará título a mi próximo libro de relatos, en el que trato de recoger los colores caleidoscópicos, los olores textiles y los susurros sedosos de aquellas tiendas de tejidos antes de ser desahuciadas por el “prêt-à-porter”,que dicho en román paladino es algo así como la confección a medida y en serie, con ciertas holguras o estrechuras más o menos disculpables con la ayuda de un buen eslogan tipo “la arruga es bella”. En ese cuento rindo homenaje a “los retales”, aquellos restos de las bellísimas y exclusivas piezas de tela “al corte”, tan parisinas o inglesas como inaccesibles, y que, llegadas al final de sus larguras, dejaban siempre un trozo, ¡un codiciado retal!, del que era imposible sacar una prenda entera si no era “combinándola” pacientemente con restos de otras piezas cortadas al capricho de quienes podían permitirse el “ídem” de hacerse vestidos a medida y derrochar centímetros (o cuartas) agrandando las sisas.
De aquellos “retales” tengo yo un recuerdo entrañable que queda plasmado en mi cuento, y que se removió por dentro en mi último viaje a Roma por un detalle baladí.
Estaba yo en los Museos Vaticanos a contraluz, viendo reflejado en  el cristal de la contraventana abierta a la ciudad a quien me tomaba esa foto, y cavilando por qué las rejas de esa ventana, justamente esas rejas, me causaban a un mismo tiempo tan luminoso desasosiego como inasible y lejano recuerdo de algo entrañable. Me demoré algunos segundos en aquel rincón, deteniendo el deambular de locos que fue la visita a museos tan fastuosos, cuando, sin venir a cuento, vino a mi mente otro rincón de Roma: las rejas del puente sobre el río Tíber, frente al Castello de Sant’Ángelo. 
No sé muy bien con qué disculpa le pedí a mi compañero de viaje que regresáramos a Sant’Ángelo. Y allí estaban: las rejas del puente eran de la misma factura y hechuras que las de la ventana del Vaticano. pero sin contraventanas bendecidas.

Por razones obvias, no recuerdo los detalles exactos de ese momento, sino las emociones que trajeron a mi mente unas hermosas imágenes de cíclopes hilando hierro fundido en fraguas colosales, y luego tejiendo piezas de rejas bellísimas de las que, con tijeras gigantescas -tic-tac, tic-tac-  cortaban retales con los que confeccionarle y coserle rejas a cualquier lugar inolvidable de Roma. 
La luz declinaba sin remedio.

Me apresuré entonces a enfocar mi cámara fotográfica hacia el fugaz atardecer sobre el río Tíber, que andaba en deslizarse camino de su ocaso, y tropecé con el vaso de agua que había dejado sobre la mesilla de noche por si me daba sed de madrugada
Despertarse a oscuras y con ruido de cristales rotos, cuando se está soñando con la luz y el calor de fraguas imposibles, es como correr descalza de madrugada hasta el balcón de la noche de Reyes Magos y encontrarlo vacío. 

Pero aquel despertar no fue en balde: me quedan las fotos de esas rejas romanas, tan semejantes y lejanas entre sí, con cuyos retales, los cíclopes de mis sueños fundían sin prisas rejas para las ventanas vaticanas y cortaban con el mismo tiento y dibujo barandillas a medida para los puentes sobre el Tiber, recordándome los retales de aquella infancia en la que los vestidos no eran todavía de quita y pon, y su belleza, aunque estuviera hecha de retales, sostenía nuestro urgente deseo de hacernos grandes para poder ir, vestidas de “principesas”, a un lugar llamado Roma, el país de los helados, que por  entonces era algo así como la tierra prometida.

 
No: los vestidos hechos de retales de infancia no se arrugaban nunca en el armario de la memoria. Ni los afectos se confeccionaban “prêt-à-porter”, sino que, como los fundidores de mi sueño romano, se forjaban a golpe de martillo, cayendo una y otra vez, sin prisas, sobre el rojo vivo del corazón y de las flores.

En “CasaChina”. En un 11 de Julio de 2017









sábado, 8 de julio de 2017

TRAS LAS HUELLAS DE NUESTROS PERSONAJES







INTERMEZZO I. (Escaparates y escaparatistas o “El discreto encanto de la burguesía”:




Publicada la anécdota con la que arrancó nuestro viaje a Italia, sobre el perspicaz taxista que nos confundió con políticos cuando, a su pregunta sobre nuestra profesión, antes de identificarnos como escritores, le respondimos que nos dedicábamos a la profesión más bella del mundo que era contar mentiras, creo que bueno será ir publicando en Facebook algunas, solo algunas de estas crónicas, divididas en “intermezzi” y capítulos (fórmula esta última tan mágica como ampulosa, que solemos usar los escritores para exorcizar el tedio, animándonos a nosotros mismos a continuar lo comenzado y tantas veces abandonado a mitad del camino).
La paradójica decisión de hacer público en plan privado un puñado escogido de semejantes aventuras no sé muy bien si la tomo por dar respuesta al entusiasmo de algunos amigos virtuales y personales frente a aquélla primera crónica con la que se abrió boca a la expectativa de un nuevo libro; acaso sea por materializar el espejismo de inmovilizar en un primer plano fijo las complicidades del tiempo, consolidadas a lo largo de años, o recuperarlo –me refiero al tiempo- allí donde el tiempo fue extrañamente inenarrable, agridulce a veces, pero intenso; o si, por el contrario, lo hago por un afán tan atemporal como legítimo de exhibicionismo tardío con el que convencerme a mí misma de que aún hay tiempo, cuando en mi fuero interno sé que ya no lo hay, y quiero aprovechar el que quede compartiendo lo que sea.
Pero compartiendo.
Y departiendo.
Sí; definitivamente, y para quienes aún alberguen alguna vacilación, torturándose bajo la “culpa” de esa invencible seducción de una pantalla de ordenador, o la frívola tacha de ordinariez por andar de parloteo con desconocidos, (“nena, no hables con forasteros, que esos van a lo que van –decían mis santas consejeras del siglo pasado-”), quiero defender desde aquí el derecho a la voluntaria exhibición virtual. 

Y es que tampoco hay que buscar, ni importan tanto las razones por las que nos “enseñamos” a nosotros mismos de manera instintiva, y a veces compulsiva, en estos territorios indefinidos que son las redes, sobre todo cuando, por haber traspasado las últimas fronteras de la jubilación –o como quiera que se llame esto de hacerse viejos a solas- ya no tenemos necesidad de “cuidar nuestro curriculum”, administrándolo a él y gobernándonos nosotros juiciosamente, como cebo impoluto reservado al delicado paladar de los empleadores; ni tenemos que seguir guardando el mal llamado “buen paño” de nuestra intimidad en un arca[1] que nadie va a venir a abrir a ciegas, por falta de futuro para las polillas retranqueadas, cuando podemos (y debemos) sacudirnos sin tardanza las zonas apolilladas, y despilfarrar lo propio a nuestro capricho, como se hace al escribir un artículo, al publicar un libro, al aceptar dar una conferencia, al conceder una entrevista de radio; o al irse al baile de la plaza en chanclas y con los rulos puestos; o, llegado el fresquito de la noche en tierras de secano, agarrar el abanico e ir a sentarse uno a la puerta de las casas para ver pasar a los desocupados, exponiendo desde el traqueteo de las mecedoras las mollas de nuestras rodillas abiertas sin reparos al sesgo de sus miradas. 
Si que tengo, pues, que diferir de quienes instalados en lo inquietante del “des”, “des-autorizan”, “des-confían” y “des-califican” a propios y extraños (y, lo que es peor: a sí mismos), abominando a regañadientes de este ir y venir por la insomne compaña de los pasillos virtuales, aventando hitajos[2] y remiendos de intimidades vestidas de trapillo, y se “des-esperan” contra lo inevitable de la necesidad de los encuentros.
Y difiero de estos acongojados por la censura propia y ajena, por la simple razón de que, quienes así dicen, pienso yo que, o están hablando por boca de ganso[3], o se rezagaron en unas rancias e insanas graderías de fórmulas inquisitoriales, acosados por el comadreo de brazos en jarra y por algún inconveniente compadreo, fórmulas aquéllas que hace tiempo debieran haber quedado amortizadas por una bien entendida higiene mental individual y una consensuada obsolescencia social, dejándolas relegadas al nicho de los “programas basura”.
¡Cuándo, si no, pudiéramos soñar en mantener una conversación con el otro lado del mundo en tiempo real y desde la soledad que suele venir de la mano de los muchos años cumplidos sin darnos licencia para vivir!

¿Hay algo más sano que comunicar y comunicarse respetuosamente, gozosamente, llanamente, sin asediar intimidades ajenas, pero arrinconando sin cautelas aquel “discreto encanto de la burguesía” de Buñuel?

Claro que en su derecho –original o inducido- están los que piensan que esto de Facebook es semejante a los escaparates del Canal Rosa de Ámsterdam, a las vitrinas de Frankfurt, (aunque a lo mejor son las de Nurenberg), a las aceras de la Calle de La Montera de Madrid o las lucecitas rojas de clubes de cualquier carretera –en cuyos lugares, por cierto, solo se luce y oferta mercancía femenil, para reclamo y espejuelo de tránsitos macheriles más o menos despoblados, a los que nunca fue preciso publicitar ni sacar a subasta porque se dispensan ellos mismos a granel o al menudeo cuando están etílica o realmente tristes.
He introducido este primer INTERMEZZO en lo del viaje a Italia en busca de las huellas de nuestros personajes, para afirmar rotundamente que siempre me han causado una especialísima ternura y un profundísimo respeto esas mujeres de club de carretera, de salón parisino del S. XIX, de Canal Rosa, de esquina oscura de aldea o de protagonista de una ópera tan majestuosa como “La Traviata” o una zarzuela tan de barrio como “La Dolorosa”; esas mujeres que han tenido que hacerse cargo de sembrar en descampado y abrigar con sus cuerpos, comprados a golpe de talonario o a precio de saldo, los despojos de tantos desahuciados del costoso amor a sueldo fijo sin derecho a despido.
Pero ése es un tema lo suficientemente respetable como para tratarlo de pasada y frívolamente. Así que dejémoslo para mejor momento y sigamos con las triviales croniquillas de nuestro viaje primaveral, a la búsqueda de las huellas de nuestros personajes de la próxima novela, que sólo Dios sabe si será escrita si conseguimos que no se nos desmanden los personajes y se pongan a vivir por su cuenta su propia vida ignorándonos a nosotros.
Sigamos, pues, a lo nuestro.
 

No sin antes dedicar un amoroso y agradecido recuerdo a la hetera (“mujer de la vida” que se suele decir con un talento poco percibido) más honesta, santa y sabia del mundo de lo honrosamente furtivo: “Salomoncica”, el personaje central de mi novela VIRGO POTENS, de la que tanto aprendí mientras la creaba.

En “CasaChina”. En un 8 de Julio de 2017.


[1] “El buen paño en el arca se vende” es un refrán con el que se nos enseñaba a ser discretas con nuestras vidas femeniles si queríamos encontrar un novio en condiciones.
[2] HITAJO: Harapo; trapajo; colgajo desgarrado. [De mi “EXPRESIONARIO DE MÁGINA]
[3] “HABLAR POR BOCA DE GANSO”: “Cuando un ganso grita, todos los demás se pliegan al barullo” http://www.revistaelabasto.com.ar/99_zimmerman.htm

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